LITERATURA / Miguel Delibes

MIGUEL DELIBES
Señora de rojo
sobre fondo gris


Como si se tratara de un exorcismo, un viejo pintor recuerda ante su hija la figura de sus esposa, ya fallecida. Es fácil pensar que "Señora de rojo sobre fondo gris"  es una carta de amor por parte de Miguel Delibes a su mujer (y su musa) Ángeles de Castro, fallecida a los cincuenta años, un año antes de lo que cuenta el relato. Lloré con las penúltimas páginas, y en la última, ya asumido el desenlace, me sequé las lágrimas. 

No obstante, es ahora, a cosa pasada, cuando deploro mi mezquindad. Es algo que suele suceder con los muertos: lamentar no haberles dicho a tiempo cuánto los amabas, lo necesarios que te eran. Cuando alguien imprescindible se va de tu lado, vuelves los ojos a tu interior y no encuentras más que banalidad, porque los vivos, comparados con los muertos, resultamos insoportablemente banales. Ensimismado en su tarea, uno cree, sobre todo si es artista, que los demás le deben acatamiento, se erige en ombligo del mundo y desestima la contribución ajena. Pero, un día adviertes que aquel que te ayudó a ser quien eres se ha ido de tu lado y, entonces, te dueles inútilmente de tu ingratitud. Tal vez las cosas no puedan ser de otra manera, pero resulta difícilmente tolerable. La imposibilidad de poder replantearte el pasado y rectificarlo, es una de las limitaciones más crueles de la condición humana. La vida sería más llevadera si dispusiéramos de una segunda oportunidad. 

.........

No bajan los ángeles, ¿verdad?, dijo. Me miraba resignada, con una pálida piedad. Yo asentí con la cabeza. ¿Hace mucho tiempo? Hice un esfuerzo. Desde que enfermaste, dije. Dobló la cabeza como solía hacer, buscando una perspectiva más favorable para mirarme. Pero supongo que no tendrá nada que ver una cosa con la otra, añadió. Fue algo imprevisto. Iba a responderle que no, que mi sequía actual era una crisis más, que pasaría como habían pasado otras, pero, repentinamente, titubeé, se me aflojó la garganta y rompí a llorar. Nunca había llorado ante ella y, entonces, me cogió de las manos y me sentó a su lado, en el sofá, dejando que mi cabeza reposara sobre su hombro. Me acarició la frente: no te aturdas; déjate vivir, decía. Súbitamente le confesé que no eran los ángeles sino ella la que pintaba por mí, que yo me limitaba a ser un médium, un eco de su sensibilidad. 

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