“Sobre
héroes y tumbas” fue
la segunda novela del argentino Ernesto Sabato, publicada en 1961, trece años
después de su excelso debut, “El túnel”. Para esta, una de las obras cumbres de
habla hispana, Sabato venía de vuelta: maduro y sabio, filosofea sobre la la
condición humana: la muerte, el sentido de la existencia, la soledad, la
esperanza y la existencia de Dios. Un libro totémico que se libró de la quema,
pues fue su mujer, Matilde, quien le convenció de publicarlo cuando el propio
Ernesto iba a hacerlo cenizas.
Ya que no bastan -pensaba- los huesos y la carne para construir un rostro, y es por eso que es infinitamente menos físico que el cuerpo: está calificado por la mirada, por el rictus de la boca, por las arrugas, por todo ese conjunto de sutiles atributos con que el alma se revela a través de la carne. Razón por la cual, en el instante mismo en que alguien muere, su cuerpo se transforma bruscamente en algo distinto, tan distinto como para que podamos decir “no parece la misma persona”, no obstante tener los mismos huesos y la misma materia que un segundo antes, un segundo antes de ese misterioso momento en que el alma se retira del cuerpo y en que éste queda tan muerto como queda una casa cuando se retiran para siempre los seres que la habitan, y, sobre todo, que sufrieron y se amaron en ella. Pues no son las paredes, ni el techo, ni el piso lo que individualiza la casa sino eses seres que la viven con sus conversaciones, sus risas, con sus amores y odios, seres que impregnan la casa de algo inmaterial pero profundo, de algo tan poco material como es la sonrisa en un rostro, aunque sea mediante objetos físicos como alfombras, libros o colores. Pues los cuadros que vemos sobre las paredes, los colores con que han sido pintadas las puertas y ventanas, el diseño de las alfombras, las flores que encontramos en los cuartos, los discos y libros, aunque objetos materiales, son, sin embargo, manifestaciones del alma; ya que el alma no puede manifestar a nuestros ojos materiales sino por medio de la materia, y eso es una precariedad del alma, pero también una curiosa sutileza.
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Mientras el hombre solitario y
pensativo retorna a su meditación general y un poco errabunda que no fija
demasiado su atención en nada: mirando ya un árbol, ya un chico que juega por
ahí y rememorando, gracias a ese niño, remotos y ahora increíbles días de la
Selva Negra o de una callejuela de Pontevedra que baja hacia el sur; mientras
sus ojos se nublan un poco más, acentuando ese brillo lacrimoso que tienen los
ojos de los ancianos y que nunca se sabrá si se debe a causas puramente
fisiológicas o si, de alguna manera, es consecuencia del recuerdo, la
nostalgia, el sentimiento de frustración o la idea de la muerte, o de esa vaga
pero irresistible melancolía que siempre nos suscita a los hombres la palabra
FIN colocada al término de una historia que nos ha apasionado por su misterio y
su tristeza. Lo que es lo mismo que decir la historia de cualquier hombre, pues
¿qué ser humano existe cuya historia no sea en definitiva triste y misteriosa?
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-Y bien... -murmuró.
¿Había dicho algo cariñoso
Martín de saber que aquéllas eran realmente las últimas palabras que oiría de
su padre? ¿Sería uno tan duro con los
seres humanos si se supiese de verdad que algún día se han de morir y que nada
de lo que se les dijo se podrá ya rectificar? Vio cómo su padre se daba la
vuelta y se alejaba hacia la escalera. Y también vio cómo, antes de
desaparecer, volvió su cara con una mirada que años después de su muerte,
Martín recordaría desesperadamente.
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(…) entonces Martín corría a
un teléfono, diciéndose que después de todo bastaba discar seis números para
oír su voz. Pero ya antes de terminar el llamado lo interrumpía, porque tenía
ya la suficiente experiencia para comprender que se puede estar al lado de otro
ser, oírlo y tocarlo, y no obstante estar separado por murallas insalvables;
así como una vez muertos, nuestros espíritus pueden estar cerca de aquel que
quisimos y sin embargo, separados angustiosamente por la muralla invisible pero
insalvable que para siempre impide a los muertos tener comunión con el mundo de
los vivos.
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También Faulkner leyó a Joyce y a Huxley, a Dostoievsky y a Proust. ¿Qué, quieren una originalidad total y absoluta? No existe. No hay pureza en nada humano. Los dioses griegos también eran híbridos y estaban infectados de religiones orientales y egipcias. De modo que no eran las ideas las que salvaban al mundo, no era el intelecto ni la razón, sino todo lo contrario; aquellas insensatas esperanzas de los hombres, su furia persistente para sobrevivir, su anhelo de respirar mientras sea posible, su pequeño, testarudo y grotesco heroísmo de todos los días ante el infortunio.
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Y recordó algo que le había dicho Bruno: que siempre es terrible ver a un hombre que se cree absoluta y seguramente solo, pues hay en él algo trágico, quizás hasta de sagrado, y a la vez de horrendo y vergonzoso. Siempre -decía- llevamos una máscara, una máscara que nunca es la misma, sino que cambia para cada uno de los papeles que tenemos asignados en la vida: la de profesor, la del héroe, la del amante, la del intelectual, la del marido engañado, la del hermano cariñoso. Pero ¿qué máscara nos ponemos o qué máscara nos queda cuando estamos en soledad, cuando creemos que nadie, nadie, nos observa, nos controla, nos escucha, nos exige, nos suplica, nos intima, nos ataca? Acaso el carácter sagrado de ese instante se deba a que el hombre está entonces frente a la Divinidad, o por lo menos ante su propia e implacable conciencia. Y tal vez nadie perdone el ser sorprendido en esa última y esencial desnudez de su rostro, la más terrible y la más esencial de las desnudeces, porque muestra el alma sin defensa.
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Si se hicieran alinear todos lo canallas que hay en el planeta ¡qué formidable ejército se vería, y qué muestrario inesperado! Desde niñitos de blanco delantal ("la pura inocencia de la niñez") hasta correctos funcionarios municipales que, sin embargo, se llevan papel y lápices a la casa. Ministros, gobernadores, médicos y abogados en su casi totalidad, los ya mencionados pobres viejitos, las también mencionadas matronas que ahora dirigen sociedades de ayuda al leproso o al cardíaco (después de haber galopado en sus buenas carreras en camas ajenas y de haber contribuido precisamente al incremento de las enfermedades del corazón), gerentes de grandes empresas, jovencitas de apariencia frágil y ojos de gacela (pero capaces de desplumar a cualquier tonto que crea en el romanticismo femenino o en la debilidad y desamparo de su sexo), inspectores municipales, funcionarios coloniales, embajadores condecorados, etcétera, etcétera (...) ¡Qué ejército, mi Dios! ¡Avancen, hijos de puta!
¡Pan y libertad!, gritaban obreros venidos de cualquier parte, mientras los señores, aterrorizados y furiosos, lanzaban la policía y el ejército sobre aquella turbamulta. Y así más sangre y entonces más huelgas y manifestaciones y nuevamente atentados y bombas. Y mientras el hijo del señor estudia en algún liceo de Suiza o de Inglaterra o de Francia, el hijo de aquel obrero sin nombre trabajaba en los frigoríficos por cincuenta centavos al día, se volvía tuberculoso en las cámaras frías y finalmente agonizaba en anónimos e inmundos hospitales. Y mientras aquel otro muchacho leía a Keats y Baudelarie, este otro descifraba con dificultad algún texto de Malatesta o Bakunin. (...) Y las nuevas generaciones de muchachos pobres y de estudiantes inquietos o disconformes leyeron a Marx y Lenin, a Gorki y Kroporkin.
No hay casualidades sino destinos. No se encuentra sino lo que se busca, y se busca lo que en cierto modo está escondido en lo más profundo y oscuro de nuestro corazón. Porque si no, ¿Cómo el encuentro con una misma persona no produce en dos seres los mismos resultados? Razón por la cual parece como que uno termia por encontrarse al final con las personas que debe encontrar, quedando así la casualidad reducida a limites muy modestos. De modo que esos encuentros que en la vida de cada uno nos parecen asombrosos (...), no son otra cosa que la consecuencia de esas fuerzas desconocidas que nos aproximan a través de la multitud indiferente, como las limaduras de hierro se orientan a distancia hasta los polos de un poderoso imán.
Ahora advierto que escribía cada vez que era infeliz, que me sentía solo o desajustado con el mundo en que me había tocado nacer. Y pienso si no será siempre así, que el arte de nuestro tiempo, ese arte tenso y desgarrado, nazca invariablemente de nuestro desajuste. Una especie de intento de reconciliación con el universo de esa raza de frágiles, inquietas y anhelantes criaturas que son los seres humanos. Puesto que los animales no lo necesitan: les basta con vivir. Porque su existencia se desliza armoniosamente con las necesidades atávicas. (...) su vida transcurre desde su nacimiento hasta su muerte en un venturoso ritmo que no es desgarrado jamás ni por la desesperación metafísica ni por la locura. Mientras que el hombre, al levantarse sobre las dos patas traseras y al convertir en un hacha la primera piedra filosa, instituyó las bases de su grandeza pero también los orígenes de su angustia; porque con sus manos y con los instrumentos hechos con sus manos iba a erigir esa construcción tan potente y extraña que se llama cultura e iba a iniciar así su gran desgarramiento, ya que habrá dejado de ser un simple animal pero no habrá llegado a ser el dios que su espíritu le sugiera. Será ese ser dual y desgraciado que se mueve y vive entre la tierra de los animales y el cielo de sus dioses, que habrá perdido el paraíso terrenal de su inocencia y no habrá ganado el paraíso celeste de su redención. Ese ser dolorido y enfermo del espíritu se preguntará, por primera vez, sobre el porqué de su existencia.
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