LITERATURA / Carlos Ruiz Zafón


CARLOS RUIZ ZAFÓN
La Sombra Del Viento


No había ocasión en la que pidiese una recomendación y no saliese el nombre de "La Sombra Del Viento", la novela que catapultó a Carlos Ruiz Zafón. No podía pues demorar más su lectura. Reconozco que uno se ve atrapado enseguida por la trama, pues desde que Daniel Sempere elige su libro en su primera visita al Cementerio de los Libros Olvidados, la obra (ambientada en la Barcelona de la primera mitad del S.XX, y a caballo entre la novela negra, histórica y con una historia de amor pululando por encima de las páginas) no se detiene. Es cierto que quizás Zafón se adorna con descripciones y personajes prescindibles, pero en su conjunto, aportan (a su manera), un buen fondo para la novela. ¿Lo mejor? El personaje entrañable de Fermín Romero de Torres, pues la novela sube enteros cada vez que este hace aparición. 

“- Este lugar es un misterio, Daniel, un santuario. Cada libro, cada tomo que ves, tiene alma. El alma de quien lo escribió, y el alma de quienes lo leyeron y vivieron y soñaron con él. Cada vez que un libro cambia de manos, cada vez que alguien desliza la mirada por sus páginas, su espíritu crece y se hace fuerte”
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Su tacto era firme y delicado a un tiempo. Sus dedos me recorrieron las mejillas y los pómulos. Permanecí inmóvil, casi sin atreverme a respirar, mientras Clara leía mis facciones con sus manos. (…) Se detuvo sobre mis labios, dibujándolos en silencio con el índice y el anular. Los dedos le olían a canela. Tragué saliva, notando que el pulso se me lanzaba a la brava y agradeciendo a la divina providencia que no hubiera testigos oculares para presenciar mi sonrojo, que hubiera bastado para prender un habano a un palmo de distancia (…) Aquella tarde de brumas y llovizna, Clara Barceló me robó el corazón, la respiración y el sueño. Al amparo de la luz embrujada del Ateneo, sus manos escribieron en mi piel una maldición que habría de perseguirme durante años.
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Mientras recorría túneles y túneles de libros en la penumbra, no pude evitar que me embargase una sensación de tristeza y desaliento. No podía evitar pensar que si yo, por pura casualidad, había descubierto todo un universo en un solo libro desconocido entre la infinidad de aquella necrópolis, decenas de miles más quedarían inexplorados, olvidados para siempre. Me sentí rodeado de millones de páginas abandonadas, de universos y almas sin dueño, que se hundían en un océano de oscuridad mientras el mundo palpitaba fuera de aquellos muros perdía la memoria sin darse cuenta día tras día, sintiéndose más sabio cuanto más olvidaba.
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“- La televisión, querido Daniel, es el Anticristo y le digo yo que bastarán tres o cuatro generaciones para que la gente ya no sepa ni tirarse pedos por su cuenta y el ser humano vuelva a la caverna, a la barbarie medieval, y a estados de imbecilidad que ya superó la babosa allá por el pleistoceno. Este mundo no se morirá de una bomba atómica como dicen los diarios, se morirá de risa, de banalidad, haciendo un chiste de todo, y además un chiste malo.
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El hombre más sabio que jamás conocí, Fermín Romero de Torres, me había explicado en una ocasión que no existía en la vida experiencia comparable a la de la primera vez en que uno desnuda a una mujer. Sabio como era, no me había mentido, pero tampoco me había dicho de aquel extraño tembleque de manos que convertía cada botón, cada cremallera, en tarea de titanes. Nada me había dicho de aquel embrujo de piel pálida y temblorosa, de aquel primer roce de labios ni de aquel espejismo que parecía arder en cada poro de la piel. Nada me contó de todo aquello porque sabía que el milagro sólo sucedía una vez y que, al hacerlo, hablaba en un lenguaje de secretos que, apenas se desvelaban, huían para siempre.
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Encontré a mi padre dormido en su butaca del comedor con una manta sobre las piernas y su libro favorito abierto en las manos, un ejemplar del “Cándido” de Voltaire que releía un par de veces cada año, el par de veces que le oía reírse de corazón. Le observé en silencio. Tenía el pelo cano, escaso, y la piel de su rostro había empezado a perder la firmeza alrededor de los pómulos. Contemplé a aquel hombre al que una vez había imaginado fuerte, casi invencible, y le vi frágil, vencido sin saberlo él. Vencidos acaso los dos. Me incliné para arroparle con aquella manta que hacía años que prometía donar a la beneficencia y le besé la frente como si quisiera protegerle así de los hilos invisibles que lo alejaban de mí, de aquel piso angosto y de mis recuerdos, como si creyera que con aquel beso podría engañar al tiempo y convencerle de que pasara de largo, de que volviese otro día, otra vida.  

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