LITERATURA / Juan Manuel De Prada

JUAN MANUEL DE PRADA
La Tempestad


Juan Manuel De Prada consiguió con 26 añitos el Premio Planeta en 1997 gracias a "La Tempestad", una novela detectivesca cuya trama sucede en una Venecia llena de clichés y topicazos. El talento de Juan Manuel De Prada queda patente en las páginas, a pesar de los constantes excesos del autor, adornándose en exceso con vocabulario pomposo que lejos de sumar, a veces roza el ridículo. 

No, amigo mío, Giorgione sólo obedecía al imperio de la pasión o la tortura de sus desolaciones, al regusto amargo que nos deja la carne o a la exultación que nos produce el acceso a la mujer amada. No busque símbolos ni misticismos ni intrincadas mitologías en su obra: incluso cuando trabaja de encargo, libera el manantial del sentimiento, y eso lo hace más próximo a nuestra sensibilidad. Lo que usted, y tantos otros estudiosos del cuadro, han calificado de enigma, no es sino la plasmación de un sentimiento. Complicado, incoherente, impreciso, si quiere incluso inexplicable, pero ¿es que acaso hay sentimientos que admitan una explicación? La Tempestad, desengáñese, representa un estado de ánimo, Giorgione fue el primer pintor romántico, quizás también el último, porque los que vinieron después eran un hatajo de botarates. 

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-          Para cualquier cosa que necesites, no dejes de llamarme.
Yo hubiera necesitado, más que cualquier otra cosa, que velase mi sueño y extinguiera mi desazón, hubiera necesitado el arrullo incesante de su aliento sobre mi pecho, como un oráculo beneficioso o un bálsamo que aquietase mis presagios, hubiera necesitado el contacto pacífico de su cuerpo junto al mío, para intercambiar temperaturas y poner a prueba la castidad, hubiese necesitado la aquiescencia de su respiración sobre mi respiración, pero hay necesidades que no pueden formularse. 

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Nadie se merece que le roben esos instantes en que se cree a salvo de los otros, indemne a sus miradas concupiscentes o acusatorias, nadie merece que le roben un instante de inocencia que sólo se convierte en un instante de impudicia por culpa de nuestro espionaje, pero desde mi llegada a Venecia no había hecho otra cosa que robar con los ojos y con el tacto y con el oído instantes que no me pertenecían, conversaciones que no me incumbían, crímenes que no requerían mi concurso. Quizás fuese la costumbre del hurto la que  estuviese averiando mis sentidos, quizás fuese esta forma sublimada de cleptomanía la que me impulsó a otra forma más burda, venciendo mi talante inclinado a la pasividad. 

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