LITERATURA / Isabel Allende
Con su primera novela, Isabel Allende ya había conseguido que su nombre hiciese eco. En "La Casa De Los Espíritus" Isabel trata un capítulo convulso en la historia de su país (Chile, aunque ella naciese en Perú). Desde el prisma de una poderosa familiar de terratenientes latinoamericanos se narra el crecimiento del particular imperio de los Trueba, las fantasías y peculiaridades de cada uno de sus integrantes, y de telón de fondo, la revolución militar que afectó a Chile aquellos años.
La nana se quedó de pie, con los brazos cruzados sujetando el chal contra su pecho. Severo le señaló el sofá y ella se aproximó con timidez. Se sentó a su lado. Era la primera vez que estaba tan cerca del patrón desde que vivía en su casa. Severo sirvió una copa de jerez para cada uno y se bebió la suya de un trago. Hundió la cabeza entre sus dedos, mesándose los cabellos y mascullando entre dientes una incomprensible y triste letanía. La Nana, que estaba sentada rígidamente en la punta de la silla, se relajó al verlo llorar. Estiró su mano áspera y con un gesto automático le alisó el pelo con la misma caricia que durante veinte años había empleado para consolarle a los hijos. Él levantó la vista y observó el rostro sin edad, los pómulos indígenas, el moño negro, el amplio regazo donde había visto hipar y dormir a todos sus descendientes, y sintió que esa mujer, cálida y generosa como la tierra, podía darle consuelo. Apoyó la frente en su falda, aspiró el suave olor de su delantal almidonado y rompió en sollozos como un niño, vertiendo todas las lágrimas que había aguantado en su vida de hombre. La Nana le rascó la espalda, le dio palmaditas de consuelo, le habló en la media lengua que empleaba para adormecer a los niños y le cantó en un susurro sus baladas campesinas, hasta que consiguió tranquilizarlo. Permanecieron sentados muy juntos, bebiendo jerez, llorando a intervalos y rememorando los tiempos dichosos en que Rosa corría por el jardín sorprendiendo a las mariposas con su belleza de fondo de mar.
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Se notaba el paso de los años por las marcas que la viga dejó en el muro, una huella de sufrimiento, un sendero de dolor.
- Mamá.... -murmuró Esteban y la voz se le quebró en el pecho en un llanto contenido, borrando de una plumada los recuerdos tristes, la infancia pobre, los olores rancios, las mañanas heladas y la sopa grasienta de su niñez, la madre enferma, el padre ausente y esa rabia comiéndole las entrañas desde el día en que tuvo uso de razón, olvidando todo menos los únicos momentos luminosos en que esa mujer desconocida que yacía en la cama, lo había acunado en sus brazos, había tocado su frente buscando la fiebre, le había cantado una canción de cuna, se había inclinado con él sobre las páginas de un libro, había sollozado de pena al verlo levantarse al alba para ir a trabajar cuando aún era un niño, había sollozado de alegría al verlo regresar en la noche, había sollozado, madre, por mí.
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Hicimos el amor en la forma violenta y feroz que yo casi había olvidado de tanto navegar en el velero de aguas mansas de la seda azul. En aquel desorden de almohadas y sábanas, apretados en el nudo vivo del deseo, atornillándonos hasta desfallecer, volví a sentirme de veinte años, contento de tener en los brazos a esa hembra brava y prieta que no se deshacía en hilachas cuando la montaban, una yegua fuerte a quien cabalgar sin contemplaciones, sin que a uno las manos le queden muy pesadas, la voz muy dura, los pies muy grandes o la barba muy áspera, alguien como uno, que resiste un sartal de palabrotas al oído y no necesita ser acunado con ternuras ni engañado con galanteos. Después, adormecido y feliz, descansé un rato a su lado, admirando la curva sólida de su cadera y el temblor de su serpiente.
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