LITERATURA / Gabriel García Márquez

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
Vivir para contarla


Gabriel García Márquez nos ofrece "Vivir para contarla", una deliciosa biografía de tres volúmenes en la que el Nóbel colombiano nos habla de su infancia y de sus años de juventud, hablándonos de anécdotas y de ciertos personajes que acabarían formando parte de algunas de sus novelas. 

- Mira -me dijo-. Ahí fue donde se acabó el mundo. 
Yo seguí la dirección de su índice y vi la estación. (...) Yo conocía el episodio como si lo hubiera vivido, después de haberlo oído contado y mil veces repetido por mi abuelo desde que tuve memoria: el militar leyendo el decreto por el que los peones en huelga fueron declarados una partido de malhechores; los tres mil hombres, mujeres y niños inmóviles bajo el sol bárbaro después que el oficial les dio un plazo de cinco minutos para evacuar la plaza; la orden de fuego, el tableteo de las ráfagas de escupitajos incandescentes, la muchedumbre acorralada por el pánico mientras iban disminuyendo palmo a palmo con las tijeras metódicas e insaciables de la metralla. 
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- Los gringos no vuelven nunca -concluyó.
Lo único cierto era que se llevaron todo: el dinero, las brisas de diciembre, el cuchillo del pan, el trueno de las tres de la tarde, el aroma de los jazmines, el amor. Sólo quedaron los almendros polvorientos, las calles reverberantes, las casas de madera y techos de cinc oxidado con sus gentes taciturnas, devastadas por los recuerdos. 

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Ella no pudo dominar su corazón cuando lo vio atravesar la sala con una determinación demasiado ostensible y la invitó a bailar la primera pieza. "La sangre me golpeaba tan fuerte por dentro del cuerpo que ya no supe si era de rabia o de susto", me dijo ella. Él se dio cuenta y le asentó un zarpazo brutal: "Ya no tiene que decirme que sí, porque su corazón me lo está diciendo". 
Ella, sin más vueltas, lo dejó plantado en la sala a la mitad de la pieza. Pero mi padre lo entendió a su manera. 
- Quedé feliz -me dijo. 

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Y la Riohacha idílica, que llevaba desde niño en el corazón, con sus calles de salitre que bajaban hacia un mar de lodo, no era más que ensueños prestados por mis abuelos. Más aún: ahora que conozco Riohacha no consigo visualizarla como es, sino como la había construido piedra por piedra en mi imaginación. 

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Quienes me conocieron a los cuatro años dicen que era pálido y ensimismado, y que sólo hablaba para contar disparates, pero mis relatos eran en gran parte episodios simples de la vida diaria, que yo hacía más atractivos con detalles fantásticos para que los adultos me hicieran caso. Mi mejor fuente de inspiración eran las conversaciones que los mayores sostenían delante de mí, porque pensaban que no las entendía, o las que cifraban aposta para que no las entendiera. Y era todo lo contrario: yo las absorbía como una esponja, las desmontaba en piezas, las trastocaba para escamotear el origen, y cuando se las contaba a los mismos que las habían contado se quedaban perplejos por las coincidencias entre lo que yo decía y lo que ellos pensaban. 

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Con el talento y la belleza de la directora Rosa Elena Fergusson estudiar era algo tan maravilloso como jugar a estar vivos. Aprendí a apreciar el olfato, cuyo poder de evocaciones nostálgicas es arrasador. El paladar, que afiné hasta el punto de que he probado bebidas que saben a ventana, panes viejos que saben a baúl, infusiones que saben a misa. En teoría es difícil entender estos placeres subjetivos, pero quienes los hayan vivido los comprenderán de inmediato. 

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Fuimos los únicos fantasmas en la estación, aparte del empleado de overol que vendía los billetes y hacía además lo que en nuestro tiempo requería veinte o treinta hombres apresurados. El calor era de hierro. Al otro lado de las vías del tren sólo quedaban los restos de la ciudad prohibida de la compañía bananera, sus antiguas mansiones sin sus tejados rojos, las palmeras marchitas entre la maleza y los escombros del hospital (...) sin el mínimo rastro de grandeza histórica. 
Cada cosa, con sólo mirarla, me suscitaba una ansiedad irresistible de escribir para no morir. 

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La lección menos olvidable la aprendí para siempre en el bar Los Almendros, una noche de recién llegado en que Álvaro y yo nos enmarañamos en una discusión sobre Faulkner. (...) No recuerdo en qué momento, pasado de rabia y aguardiente bruto, desafié a Álvaro a que resolviéramos la discusión a trompadas. Ambos iniciamos el impulso para levantarnos de la mesa y echarnos al medio de la calle, cuando la voz impasible de Germán Vargas nos frenó en seco con una lección para siempre:
- El que se levanté primero ya perdió. 
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Muchas veces íbamos a ver el nuevo sol en un burdel sin nombre del barrio chino donde vivió durante años Orlando Rivera, Figurita, mientras pintaba un mural que hizo época. No recuerdo alguien más disparatero, con su mirada lunática, su barba de chivo y su bondad de huérfano. Desde la escuela primaria le había picado la ventolera de ser cubano, y terminó por serlo más y mejor que si lo hubiera sido. Hablaba, comía, pintaba, se vestía, se enamoraba, bailaba y vivía su vida como un cubano, y cubano se murió sin conocer Cuba. 

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- De eso quería hablarte -me dijo sin misterios-. Lo mejor para ambos sería que te fueras a estudiar en otra parte ahora que estamos locos de amarrar. Así te darás cuenta de que lo nuestro no será nunca más de lo que ya fue. 
La tomé a burla. 
- Me voy mañana mismo y regreso dentro de tres meses para quedarme contigo. 
Ella me replicó con música de tango:
- ¡Ja, ja, ja, ja!
Entonces aprendí que Martina era fácil de convencer cuando decía que sí pero nunca cuando decía que no. Así que agarré el guante, bañado en lágrimas, y me propuse ser otro en la vida que ella pensó para mí: otra ciudad, otro colegio, otros amigos y hasta otro modo de ser. 

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