LITERATURA / Gabriel García Márquez

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
Del amor y otros demonios


Gabriel García Márquez es uno de esos autores a los que siempre se puede recurrir cuando no se sabe muy bien qué leer. Es infalible. "Del amor y otros demonios", estando eclipsado por sus obras mayores, es otra obra magistral donde, como siempre, da rienda suelta al realismo mágico y a esos mundos surreales de costumbrismos donde entran recetas y tradiciones imposibles y personajes inolvidables. Eso sí, si nunca te gustó el Gabo (tiene que haber de todo en cuanto gustos pero me parecería una herejía que así fuese) no lo intentes, no merece la pena criticar a un maestro en lo suyo cuando el que lo hace no lo es. 

Era una cautiva abisinia con siete cuartas de estatura, embadurnada de melaza de caña en vez del aceite comercial de rigor, y de una hermosura tan perturbadora que parecía mentira. Tenía la nariz afilada, el cráneo acalabazado, los ojos oblicuos, los dientes intactos y el porte equívoco de un gladiador romano. No la herraron en el corralón, ni cantaron su edad ni su estado de salud, sino que la pusieron en venta por su sola belleza. El precio que el gobernador pagó por ella, sin regateos y de contado, fue el de su peso en oro. 

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Lo instaló en un cuarto cercano al suyo que había sido del caballerango, y lo esperó desde la primera noche, desnuda y con la puerta desatrancada, segura que él iría sin ser invitado. (...) Sin embargo, cuando Bernarda había dejado de esperarlo y durmió con sayuela y pasó la tranca en la puerta, él se metió por la ventada. La despertó el aire del cuarto enrarecido por su grajo amoniacal. Sintió el resuello de minotauro buscándola a tientas en la oscuridad, el fogaje del cuerpo encima de ella, las manos de presa que le agarraron la sayuela por el cuello y se la desgarraron en canal mientras le roncaba en el oído: "Puta, puta". Desde esa noche supo Bernarda que no quería hacer nada más de por vida. 
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Cuando llegaron a la casa, el marqués encontró a Bernarda sentada al tocador, peinándose para nadie con la coquetería de los años lejanos en que hicieron el amor por última vez, y que él había borrado de su memoria. El cuarto estaba saturado de la fragancia primaveral de los jabones. 

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Así se reanudó una amistad prohibida que por lo menos una vez se pareció al amor. Hablaban hasta el amanecer, sin ilusiones ni despecho, como un matrimonio condenado a la rutina. Creían ser felices, y tal vez lo eran, hasta que uno de los dos decía una palabra de más, o daba un paso de menos, y la noche se pudría en un pleito de vándalos que desmoralizaba a los mastines. Todo volvía entonces al principio, y Dulce Olivia desaparecía de la casa por largo tiempo. 

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"Es hembra", dijo la comadrona. "Pero no vivirá". 
Fue entonces cuando Dominga de Adviento le prometió a sus santos que si le concedía la gracia de vivir, la niña no se cortaría el cabello hasta su noche de bodas. No bien lo había prometido cuando la niña rompió a llorar. (...) "¡Será santa!". El marqués, que la conoció ya lavada y vestida, fue menos clarividente. 
"Será puta", dijo. "Si Dios le da vida y salud". 

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