LITERATURA / Mario Vargas Llosa

MARIO VARGAS LLOSA
La Ciudad Y Los Perros


En 1962, en medio de los Gabriel García Márquez, Julio Cortázar o Carlos Fuentes, se coló un chaval de tan solo 26 años llamado Mario Vargas Llosa que había lanzado su primera novela, "La Ciudad De Los Perros", que a la postre se convertiría en una novela obligatoria de la literatura hispanoamericana de la segunda mitad del siglo XX. Ya con si primera novela Llosa había causado impacto narrando la brutalidad del día a día en el Colegio Militar Leoncio Prado, donde palpamos la pasión de la juventud. La furia, la rabia y el fanatismo que pueden llegar a anular cualquier rastro de sensibilidad. Uno de sus libros más crudos. 


Todo el cuerpo del Jaguar pareció replegarse como sorprendido por una instantánea punzada en las entrañas. -Pero el caso de él era distinto- dijo, ronco, articulando con esfuerzo-. No es lo mismo, mi teniente. Los otros me traicionaron de pura cobardía. Él quería vengar al Esclavo. Es un soplón y eso siempre da pena en un hombre, pero era por vengar a un amigo. ¿No ve la diferencia, mi teniente?.
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Los zorros del desierto de Sechura aúllan como demonios cuando llega la noche. ¿Sabes por qué?: para quebrar el silencio que los aterroriza. 

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Pero qué importaba el pasado, la mañana desplegaba ahora a su alrededor una realidad luminosa y protectora, los malos recuerdos eran de nieve, el amarillento calor los derretía. Mentira, el recuerdo del colegio despertaba aún esa inevitable sensación sombría y huraña bajo la cual su espíritu se contraía como una mimosa al contacto de la piel humana. Sólo que el malestar era cada vez más efímero, un pasajero granito de arena en el ojo, ya estaba bien de nuevo.

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Ha olvidado también el resto de aquella noche, la frialdad de las sábanas de ese lecho hostil, la soledad que trataba de disipar esforzando los ojos para arrancar a la oscuridad algún objeto, algún fulgor, y la angustia que hurgaba su espíritu como un laborioso clavo. "Los zorros del desierto de Sechura aúllan como demonios cuando llega la noche; ¿Sabes por qué? : para quebrar el silencio que los aterroriza", había dicho una vez tía Adelina. Él tenía ganas de gritar para que la vida brotara en ese cuarto, donde todo parecía muerto.
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¿Usted es un perro o un ser humano? -preguntó la voz. -Un perro, mi cadete. -Entonces, ¿Qué hace de pie? Los perros andan a cuatro patas. Él se inclinó, al asentar las manos en el suelo, surgió el ardor en los brazos, muy intenso. Sus ojos descubrieron junto a él a otro muchacho, también a gatas. -Bueno -dijo la voz-. Cuando dos perros se encuentran en la calle, ¿Qué hacen? Responda, cadete. A usted le hablo. El Esclavo recibió un puntapié en el trasero y al instante contestó: -No sé, mi cadete. -Pelean -dijo la voz-. Ladran y se lanzan uno encima de otro. Y se muerden. El Esclavo no recuerda la cara del muchacho que fue bautizado con él. Debía ser de una de las últimas secciones, porque era pequeño. Estaba con el rostro desfigurado por el miedo y, apenas calló la voz, se vino contra él, ladrando y echando espuma por la boca y de pronto el Esclavo sintió en el hombro un mordisco de perro rabioso y entonces todo su cuerpo reaccionó y mientras ladraba y mordía, tenía la certeza de que su piel se había cubierto de una pelambre dura, que su boca era un hocico puntiagudo y que, sobre su lomo, su cola chasqueaba como un látigo.

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Podía soportar la soledad y las humillaciones que conocía desde niño y sólo herían su espíritu: lo horrible era el encierro, esa gran soledad exterior que no elegía, que alguien le arrojaba encima como una camisa de fuerza.

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Se levantó y salió de la cuadra. El patio estaba lleno de cadetes. Era la hora ambigua, indecisa, en que la tarde y la noche se equilibran. Una media sombra destrozaba la perspectiva de las cuadras, respetaba los perfiles de los cadetes envueltos en sus gruesos sacones, pero borraba sus facciones, igualaba en un color ceniza el patio que era gris claro, los muros, la pista de desfile casi blanca y el descampado desierto. La claridad hipócrita falsificaba también el movimiento y el ruido: todos parecían andar más de prisa o más despacio en la luz moribunda y hablar entre dientes, murmurar o chillar, y cuando dos cuerpos se juntaban, parecían acariciarse, pelear. 

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