LITERATURA / Hunter S. Thompson

HUNTER S. THOMPSON
El Diario Del Ron



¿Que hubiese ocurrido si un joven Hunter S. Thompson -el creador del periodismo Gonzo- se hubiese pirado a Puerto Rico a pegarse la buena vida, a darse las noches salvajes a base de ron, y le diese por escribir una novela? Pues el resultado sería, ni más ni menos que este "El Diario Del Ron", su primera y única novela. El prota, Kemp, es un joven periodista trotamundos que perfectamente podría ser un autoretrato del propio autor. Hilirante, visceral, cínica, sarcástica, y divertida. Todos los ingredientes con los que escribía el señor Thompson. 

Estaban desnudos, de pie, con el agua hasta la cintura; ella a horcajadas sobre las caderas de él, rodeándole el cuello con los brazos, con la cabeza echada hacia atrás y el pelo cayéndole por la espalda y flotando en el agua como unas crines rubias. 
Al principio creí estar teniendo una visión. La escena era tan idílica que mi mente se negaba a aceptarla. Me quedé allí quito contemplándola. Él la sujetaba por la cintura, e imprimía a su cuerpo un lento movimiento circular. Luego oí un sonido, un grito suave y feliz al extender ella los brazos como alas. 
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Se respiraba un aire extraño e irreal en aquel mundo al que acababa de llegar. Resultaba a un tiempo divertido y vagamente deprimente. Heme allí, viviendo en un lujoso hotel, recorriendo una ciudad medio latina en un coche de juguete que parecía una cucaracha y sonaba como un avión de combate, enfilando callejones y brincando sobre la playa y buscando comida en aguas infestadas de tiburones..., mientras esquivaba a unas hordas que aullaban en una lengua desconocida para mí. 
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Era el tipo de ciudad que te hacía sentirte un poco Humphrey Bogart: llegabas en una pequeña avioneta temblona y, por alguna razón misteriosa, te daban una habitación con un balcón que miraba a la ciudad y al puerto. Luego te quedabas allí bebiendo hasta que algo acontecía. En aquel momento sentía una tremenda distancia entre mí mismo y todo lo real. Heme aquí -me dije-, en la isla de Vieques, un lugar de una insignificancia tal que jamás había oído hablar de él hasta que me pidieron que lo visitara; un lugar al que me había traído un chiflado y del que estaba a punto de sacarme otro. (...) un lugar siempre caluroso y en el que Nueva York y Londres y Roma no eran más que nombres en un mapa. 
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...a pesar de su pesimismo, de su sombría convicción de que toda la maquinaria estaba montada en su contra, en el fondo de su alma alentaba la fe en que acabaría burlando la mala suerte, y en que si observaba cuidadosamente las señales iba a saber cuándo tenía que retirarse para salir indemne. Era fatalismo con una especie de tronera de escape, y lo único que tenía que hacer para que ésta no dejase nunca de ser viable era estar muy atento a las señales. La supervivencia por la coordinación, por así decir. La carrera no era para el rápido, ni la batalla para el fuerte, sino para aquellos que saben ver que la desgracia les viene encima y saltan hacia un lado. Como una rana escapando a una cachiporra en la medianoche de un pantano.  

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