LITERATURA / Miguel Delibes

MIGUEL DELIBES
Señora De Rojo Sobre Fondo Gris




En 122 páginas, y a modo de monólogo, "Señora De Rojo Sobre Fondo Gris", narra como un pintor le cuenta a su hija los acontecimientos que rodean a la muerte de su esposa. Una preciosa oda a Ángeles de Castro, la mujer con la que Miguel Delibes compartió 30 años de vida, y la madre de sus siete hijos.

A ella le aburrían los libros de texto: desde niña le aburrieron. En este terreno se movía un poco en la quimera. Amaba el libro, pero el libro espontáneamente elegido. Ella entendía que el vicio o la virtud de leer dependían del primer libro. Aquel que llegaba a interesarse por un libro se convertía inevitablemente en esclavo de la lectura. Un libro te remitía a otro libro, un autor a otro autor, porque, en contra de lo que solía decirse, los libros nunca te resolvían problemas sino que te los creaban, de modo que la curiosidad del lector siempre quedaba insatisfecha. Y, al apelar a otros títulos, iniciabas una cadena que ya no podía concluir sino con la muerte. 

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No obstante, es ahora, a cosa pasada, cuando deploro mi mezquindad. Es algo que suele suceder con los muertos: lamentar no haberles dicho a tiempo cuánto los amabas, lo necesarios que te eran. Cuando alguien imprescindible se va de tu lado, vuelves los ojos a tu interior y no encuentras más que banalidad, porque los vivos, comparados con los muertos, resultamos insoportablemente banales. 

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Pero la impericia de mi mano, la sequedad de mi cabeza, se me antojaban definitivas. Me excité tanto que arrojé los pinceles y los tubos de pintura contra el lienzo, propiné dos patadas al caballete, a los botes esparcidos por el suelo y me tumbé, muy agitado, en el diván. Respiraba anhelosamente, me oprimía el pecho. Pensé en el infarto, pero era la rabieta lo que dificultaba mi respiración. Tendrá que ser así, me dije; también a los artistas nos llega la menopausia. 

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Sus ideas sobre lo bello y lo feo eran categóricas. Había en ella una predisposición contra lo preparado, lo obvio, lo pretencioso. (...) En la naturaleza no era el orden natural sino el desorden lo que admiraba: el caos profundo de una noche estrellada o la frondosidad impenetrable del bosque. En la naturaleza sobraba la cuadrícula, la línea recta, la medida. 

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No despegaste los labios; no dijiste una palabra. Únicamente te bajó el brillo de la mirada; los ojos se te pusieron mates y sumidos como los de los reos en capilla. Al marcharme, apenas tenías voz: Por favor, cuida de la niña, me dijiste. 

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