LITERATURA / Leon Tolstoi

LEON TOLSTOI
Guerra y paz



Fue romperse un brazo en un accidente tras caerse de un caballo en una partida de caza lo que hizo que Leon Tolstoi emprendiese "Guerra y paz", considera su obra cumbre con permiso de la mayúscula "Anna Karénina". Una de esas novelas imprescindibles que aparecen en todas las listas de libros que leer antes de morir. Un manifiesto feroz contra la guerra, la aristocracia y la estupidez humana. Una novela histórica que hay que valorar en su contexto y con la paciencia que exige leer setecientas páginas escritas hace más de ciento cincuenta años. 


- La única cosa de la que doy gracias a Dios es de no haber matado a aquel hombre -dijo Pedro. 
- Per ¿por qué? Matar a un perro rabioso es una buena obra. 
- No, matar a un hombre no está bien: es injusto. 
- ¿Por qué es injusto? -repitió el príncipe Andrés-. Los hombres no pueden saber lo que es justo ni lo que es injusto. Los hombres están perdidos y lo estarán siempre; sobre todo en aquello que consideran como lo justo y lo injusto. 
- Lo injusto es lo que es malo para otro hombre -dijo Pedro, viendo, gozoso, por primera vez desde que había llegado, que el príncipe Andrés se animaba y empezaba a hablar y quería expresar todo lo que le había hecho cambiar de tal modo. 
- Y ¿Qué es lo que te enseña lo que es malo para un hombre? -preguntó. 
- ¿Lo malo? ¿Lo malo? Todos sabemos lo que entendemos por malo -dijo Pedro. 
- Sí, todos los conocemos; pero el mal que conozco por mí mismo no puedo hacerlo a ningún hombre -dijo el príncipe Andrés, animándose lenta y visiblemente y deseoso de explicar a Pedro sus ideas nuevas sobre las cosas. 
Hablaban en francés. 
- En la vida no conozco sino dos males bien reales: el remordimiento y la enfermedad. No hay otro bien que la ausencia de estos males. Vivir para uno mismo evitando estos dos males, he aquí toda mi sabiduría en el presente. 
- ¿Y el amor al prójimo, y el sacrificio? -empezó a decir Pedro-. No puedo admitir tu opinión. Vivir sólo para no hacer el mal, para no arrepentirse, es poca cosa. Yo he vivido así, he vivido sólo para mí, y he destruido mi vida. Ahora, cuando vivo, o cuando menos -corrigió Pedro con modestia- cuando procuro vivir para los demás, es cuando comprendo toda la felicidad de la vida. No, no puedo estar de acuerdo contigo y ni tú mismo piensas lo que dices. 

.........

Mi padre construía Lisla-Gori, que consideraba como su tierra, como su país. Llegó Napoleón y, sin conocer ni su existencia, lo aparta de su camino y destruye Lisla-Gori y toda su vida. (...).
La patria, la pérdida de Moscú..., y mañana me matarán, y a lo mejor no será un francés el que lo haga, sino uno de los nuestros, como aquel soldado que disparó ayer su fusil cerca de mi cabeza; los franceses vendrá y, cogiéndome por la cabeza y por los pies, me echarán en una fosa común para que no haya epidemia. Después se formarán nuevas condiciones de vida, que se harán habituales para los demás y que yo no conoceré porque no me encontraré allí. 

.........

Después de tanto padecer, el príncipe Andrés experimentó un bienestar como no había experimentado desde mucho tiempo antes. Todos los mejores momentos de su vida, los más felices, particularmente la infancia más lejana, cuando le desnudaban y le metían en la cama y la vieja criada le cantaba mientras le balanceaba, cuando, con la cabeza escondida entre almohadas, se sentía feliz con la sola conciencia de la vida. Todos aquellos instantes se le presentaban como en su imaginación no como el pasado, sino como la realidad presente. 

.........

Al propio tiempo, hablar de sí mismo a Natacha le producía el raro placer que proporcionan las mujeres escuchando, pero no las mujeres inteligentes que escuchan tratando de retener lo que se les dice, a fin de enriquecer su espíritu, y, cuando se presenta la ocasión, servirse de lo que se les ha contado para aplicarlo a su situación, sino el que procuran las mujeres bien dotadas de la capacidad de discernir y de asimilarse lo mejor que hay en las manifestaciones del alma humana. Sin embargo, Natacha era toda oídos. No dejaba escapar una sola palabra, ni un matiz de la voz, ni una mirada, ni una contracción del rostro, ni un solo gesto de Pedro. Se apoderaba al vuelo de las palabras inexpresadas todavía, las llevaba a su abierto corazón y adivinaba el sentido misterioso de toda la labor moral del Conde. 

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