LITERATURA / Ernesto Sábato
ERNESTO SÁBATO
El Túnel
"Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne". Así comienza "El Túnel", una de las novelas clave del argentino Ernesto Sábato. Corta y entretenida, directa a la yugular desde la primera página; Seca, concisa y vibrante, la va una tensión en constante aumento. El desenlace se sabe desde el principio pero no los motivos que llevan a él. Un pintor (Juan Pablo Castel) se obsesiona con una muchacha (María Iribarne) de una manera alarmante hasta el punto de matarla en un ataque de locura al verse engañado por esta y solo en el mundo.
-¡No es que no sepa razonar! Al contrario, razono siempre. Pero imagine usted un capitán que en cada instante fija matemáticamente su posición y sigue su ruta hacia el objetivo con un rigor implacable. Pero que no sabe por qué va hacia ese objetivo, ¿entiende?
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MARIA: "He pasado tres días extraños: el mar, la playa, los caminos me fueron trayendo los recuerdos de otros tiempos. No sólo las imágenes: también las voces, gritos y largos silencios de otros días. Es curioso, pero vivir consiste en construir futuros recuerdos; ahora mismo, aquí frente al mar, sé que estoy preparando recuerdos minuciosos, que alguna vez me traerán la melancolía y la desesperanza.
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¡Como esperé aquel momento, cómo caminé sin rumbo por las calles para que el tiempo pasara más rápido! ¡Qué ternura sentía en el alma, qué hermosos me parecían el mundo, la tarde de verano, los chicos que jugaban en la vereda! Pienso ahora hasta qué punto el amor enceguece y qué mágico poder de transformación tiene. ¡La hermosura del mundo! ¡Si es para morirse de risa!
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El suicidio seduce por su facilidad de aniquilación: en un segundo, todo este absurdo universo se derrumba como un gigantesco simulacro, como si la solidez de sus rascacielos, de sus acorazados, de sus tanques, de sus prisiones no fuera más que una fantasmagoría, sin más solidez que los rascacielos, acorazados, tanques y prisiones de una pesadilla.
La vida aparece a la luz de este razonamiento como una larga pesadilla, de la que sin embargo uno puede librarse con la muerte, que sería, así, una especie de despertar.
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Miraba por la ventanilla, mientras el tren corría hacia Buenos Aires. Pasamos cerca de un rancho; una mujer, debajo del alero, miró el tren. Se me ocurrió un pensamiento estúpido: "A esta mujer la veo por primera y última vez. No la volveré a ver en mi vida". (...) ¿Qué me importa esa mujer? Pero no podía dejar de pensar que había existido un instante para mí y que nunca más volvería a existir.
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¡Qué implacable, qué fría, qué inmunda bestia puede haber agazapada en el corazón de la mujer más frágil! Ella podía mirar el cielo tormentoso como lo hacía en ese momento y caminar del brazo de él (¡del brazo de ese grotesco individuo!), (...) y no obstante, sabiendo que en ese mismo instante yo, (,,,) estaría en un desierto negro, atormentado por infinitos gusanos hambrientos, devorando anónimamente cada una de mis vísceras.
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