LITERATURA / Marqués de Sade
MARQUÉS DE SADE
Justine (o los infortunios de la virtud)
Hablar del Marqués de Sade es hablar del creador de este tipo de obras. De la pluma de este filósofo y escritor francés han salido algunas de las historias más escandalosas de la literatura universal. Esta que nos ocupa, "Justine" es una de ellas. Escrita en 1787, narra la historia de Justine, una joven adolescente que para preservar su virtud se ve envuelta en una espiral de incitaciones al vicio y todo tipo de desgracias. La mala suerte se ceba con la muchacha, que a medida que transcurren las páginas va de mal en peor, cayendo en cada ocasión con personajes de lo más malvados que la sumergen en unos infiernos indescriptibles. Como en la mayoría de sus obras, pueden observarse dos narraciones diferenciadas. Por un lado, las escenas de violencia sexual sin límites, y por otro, los ensayos filosóficos de los personajes que protagonizan esta violencia, intentando justificarla.
Ahora bien, dime, Thérèse: porque unos imbéciles construyan disparates sobre la erección de una indigna quimera y sobre la manera de servirla, ¿hay que deducir que el hombre sensato deba renunciar a la dicha segura y presente de su vida? ¿Debe, como el perro de Esopo, abandonar el hueso a cambio de su sombra, y renunciar a sus placeres reales a cambio de unas ilusiones? No, Thérèse, no Dios no existe: la naturaleza se basta a sí misma. No tiene ninguna necesidad de autor. Este supuesto autor no es más que una descomposición de sus propias fuerzas, más que lo que en la escuela llamamos una petición de principios. Un Dios supone una creación, o sea un instante en el que no hubo nada, o bien un instante en el que todo estuvo en el cáos. Si uno u otro de esos estados era un mal, ¿por qué tu Dios lo dejaba subsistir? Si era un bien, ¿por qué lo cambia? Ahora bien, si es inútil, ¿puede ser poderoso? Y si no es poderoso, ¿puede ser Dios?
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Eso es lo que te decía tu sabio maestro, querida muchacha. Así pues, ¿qué son las religiones, a partir de ahí, sino el freno con que la tiranía del más fuerte quiso someter al más débil? (...) ¿Pueden las religiones, nacidas de estas artimañas, merecer algún respeto? ¿Existe una sola, Thérèse, que no lleve el emblema de la impostura y la estupidez? (...) ¿Como unos hombres razonables en las palabras oscuras, en los supuestos milagros del vil inventor de este culto espantoso? ¿Existió alguna vez un farsante que mereciera más indignación pública?
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Por otra parte, ¿qué reclamarías aquí? ¿La equidad?, no la conocemos; ¿la humanidad?, nuestro único placer es violar sus leyes; ¿la religión?, no existe para nosotros, nuestro desprecio por ella aumenta debido a que la conocemos más; (...) sólo encontrarás aquí el egoísmo, la crueldad, el desenfreno, y la impiedad más argumentada.
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“- Oh amigos, míos! - dice el monje exaltado-. ¿Cómo no fustigar a la colegiala que nos muestra un culo tan hermoso?"
El aire comenzó a sonar inmediatamente con los silbidos de las varas y el sordo ruido de sus azotes sobre las bellas carnes; se mezclan a ellos los gritos de Octavie y les responden las blasfemias del monje; ¡qué escena para esos libertinos entregados, en medio de todas nosotras, a mil obscenidades! Aplauden, le animan: mientras tanto la piel de Octavie cambia de color, los tintes del rosicler más vivo se juntan con el resplandor de los lirios: pero lo que tal vez divertiría un instante al Amor, si la moderación dirigiera el sacrificio, se vuelve a fuerza de rigor en un crimen espantoso contra sus leyes. Ya nada detiene al pérfido monje; (...), y al fin sobre los vestigios sangrantes de sus placeres el pérfido apaga sus fuegos.
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El monseñor, de quien jamás supe el nombre ni la condición, era, como ya os he dicho, un hombre de cuarenta años, fino, delgado, pero vigorosamente formado; unos músculos casi siempre hinchados, elevándose sobre sus brazos cubiertos de un pelo áspero y negro, anunciaban en él la fuerza y la salud; tenía el rostro encendido, los ojos pequeños, negros y malvados, una dentadura hermosa, y la inteligencia en todas sus facciones; su talle esbelto por encima de lo mediocre, y el aguijón del amor, que tuve excesivas ocasiones de ver y de sentir, unía a la longitud de un pie más de ocho pulgadas de circunferencia. Este instrumento, seco, nervioso, siempre espumeante, y sobre el que se veían gruesas venas que lo hacía todavía más temible, se mantuvo en ristre durante las cinco o sis horas que duró esta sesión, sin descender ni un solo minuto.
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