ARTÍCULO SOCIEDAD / Resignados

RESIGNADOS

Hasta hace poco la indignación de la gente era un modo habitual de expresión en el trabajo, en los bares, en las paradas del autobús, en cualquier sobremesa familiar. La cólera ciudadana casi formaba parte de la contaminación atmosférica, puesto que cada peatón, ofendido y humillado a la vez por la crisis y la corrupción, echaba tantas pestes por la boca como ponzoña sueltan los coches por el tubo de escape. La rabia se había convertido en un fermento social y aunque nadie creía que este cabreo fuera a desembocar en una revolución, era evidente que hasta los pájaros en las acacias percibían la carga explosiva que había en el aire. Según los augures, pronto se produciría esa chispa que se lo iba a llevar todo por delante: a los políticos, jueces, monarcas, obispos y banqueros. Cada día había varias movilizaciones en la calle, unas con pancartas pacíficas, otras con barricadas violentas y todo daba a entender que el cóctel molotov sería en el futuro la única forma de iluminar el horizonte cerrado. El deseo de poner el tinglado patas arriba alimentaba el corazón de los jóvenes airados, pero de repente, una especie de cansancio ha aplacado aquella difusa rebeldía hasta convertirla en una resignación muy parecida a la que experimenta un cuerpo ya exsangüe. Como si el infortunio colectivo hubiera dejado sin fuerzas a una sociedad demasiado castigada hoy nadie protesta ya por nada. La gente traga lo que le echen y está dispuesta incluso a cumplir esta cadena perpetua fuera de la cárcel. No obstante, hay algo enigmático en esta extraña calma social. Puede que el silencio obedezca a que este no es un pueblo tan orgulloso como se decía, sino un rebaño bien controlado o a que esta rara quietud es la misma que precede en la selva a cualquier cataclismo y por eso los monos callan. 

Manuel Vicent
Columnista en EL PAÍS

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