LITERATURA / Camilo José Cela
Mrs Caldwell murió en el Real Hospital de Lunáticos en Londrés, pero antes de irse, dejó para Camilo José Cela unos manuscritos que desembocaron en esta colección de relatos, o en este monólogo que cabalga entre la razón y la locura, terrenos por donde transitaba la cabecita de la entrañable mujer británica, que le escribía cartas a su hijo fallecido. A través de estas cartas, y del trazo fino de Cela, podremos entrar en la psicología atormentada de Mrs Caldwell. No es fácil digerir al escritor gallego, pero en esta obra se deja leer con facilidad.
Es difícil el instinto del
dinero, hijo mío, el instinto que encumbra a las gentes.
Nadie estudia para millonario,
Eliacim, como nadie estudia para poeta: se estudia para economista o para
profesor de preceptiva, pero se muere pobre y sin inspiración.
El poeta saca sonrosadas nubes
de todo lo que toca; el millonario convierte las piedras en piedras en oro.
Es inútil proponerse llegar a
millonario o a poeta. La vocación no basta. La inteligencia es precisa. La
aplicación es una virtud alocada como un pájaro sin ojos. Pero hace falta el
instinto, los difíciles instintos de la poesía y del dinero.
El instinto del amor, hijo, es
de otro orden. Ni tú ni yo lo tuvimos o lo tuvimos tan guardado que no nos
sirvió para nada.
.........
El arco de contrapunto,
Eliacim querido, es un arco sencillo de distinguir. Pero no es la sencillez lo
que yo, por lo menos en este momento, quiero para ti.
Con ciertas nociones de
arquitectura, hijo mío, un hombre como
tú es capaz de mostrarse irresistible ante las mujeres de la más varia edad,
incluso ante las viejas como yo. (…)
Con ciertas nociones de
arquitectura, hijo mío, un hombre como tú muere ahogado en el llanto de las
mujeres que destrozó para siempre, de las mujeres que no pudieron mantenerle la
mirada. Ni nada, absolutamente: tal era su fuerza. (…)
Con ciertas nociones de
arquitectura, hijo mío, un hombre como tú vive con el alma nutrida de amor.
La verdad es que tú, Eliacim,
nunca tuviste elementales nociones de arquitectura. Tú, Eliacim, eres más bien
un desertor.
.........
El reloj que gobierna la
ciudad, hijo mío, se ha parado, quizás de viejo, pero la ciudad ha seguido su
marcha con un imperceptible e incluso saludable desgobierno.
El reloj que gobierna la
ciudad desde su alta torre, hijo mío, se ha negado a pasar de las siete
treinta, la hora que aguardan los enamorados para cubrirse la cara con un
antifaz y llevarse una mano de fría cera al corazón.
El reloj que gobierna la
ciudad desde la alta torre que domina el casería, Eliacim, se ha muerto como se
mueren los pájaros, los barcos de vela, las novias clandestinas, los lobos
solitarios, los ermitaños de Onán, las lunas de los espejos, con una infinita
discreción.
(Sobre el embalsamado cadáver
de nuestro reloj, Eliacim, del reloj que ya no gobierna la ciudad, se niegan a
volar los desaprensivos gorriones, las venturosas brujas de la ciudad. Quizás
sea un triste presagio, hijo mío, un presagio aún más triste que la realidad,
la silenciosa muerte de nuestro reloj.)
.........
Allá donde se aman los gatos
más escuálidos y sarnosos, donde se asfixian los músicos que se volvieron
tísicos de tocar la corneta, donde se pudren las cabezas de los pescados, donde
orina el vendedor ambulante, donde da de mamar a sus hijos la sonrosada rata
del cólera, donde se citan los más tímidos ladrones, donde se siente el frío
más abyecto, donde nadie se acuerda de sonreír, vive ese aire maldito que
duerme entre las casas.
Ese aire maldito que duerme
entre las casas, Eliacim, engendra, a veces, altísimos pensamientos de caridad;
alumbra, algunas veces, insospechados y gallardos pensamientos de esperanza,
sonoros y presuntuosos como el trueno.
No sé por qué será, hijo mío,
pero allí donde vive ese aire maldito que duerme entre las casas, también,
ciertas veces, se escuchan palabras humanas en boca de los gatos enfermos y
enamorados, o se oye tañer la flauta con un deje sentido y misterioso, o se
adivinan besugos y merluzas muertos que miran como doncellas, o se sabe que un
niño reza sin despegar los labios, o se muere de cansancio un vendedor
ambulante que se quedó sin mercancía, o se cura de milagro la blanca rata del
cólera, o se proponen no volver a robar más los ladrones más osados, o se
afanan las madres de familia en buscar un duro pedazo de pan debajo de las
piedras, o se nota en las carnes la tibia ráfaga de clemencia, o alguien se
acuerda de pintarse a tiempo una sonrisa en la cara.
Todo es cuestión, hijo mío, de
acostumbrarse a respirar ese maldito aire que duerme entre las casas.
Hay días en los que me sería
imposible olvidarme de él, imposible vivir sin él.
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