LITERATURA / Juan Manuel de Prada

JUAN MANUEL DE PRADA
Coños


Antes de hacerse un nombre gracias a cosechar premios prestigiosos como el Premio Planeta, un jovencisimo Juan Manuel De Prada publicó este pequeño libro del que apenas se sacaron 200 ejemplares. Tanto por el título, como por el contenido, se corrieron (sic) ríos de tinta sobre este libro que ya ha adquirido el estatus de culto. 

Los viernes por la noche, entre la monotonía de películas subtituladas y series que se reponen por enésima vez, el canal de pago ofrece al coleccionista de coños un motivo de regocijo: el coño codificado. Durante tres o cuatro horas seguidas (esas horas fervorosas de proyectos, populosas de fantasmas, agitadas de pesadillas, que preceden al amanecer), desfilan por la pantalla unos coños codificados, surcados de líneas trasversales, como coños de rayadillo o coños que llevasen puestas unas bragas de piel de cebra. 

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Milagros es bella y cobriza, antigua y silenciosa como las pirámides. Sus ojos me miran, antes del amor, con esa tristeza misteriosa que acompaña a las razas proscritas, y a veces vierten una lágrima retenida desde la primavera anterior.
-          Ven, payito mío.
Sé que estamos infringiendo los reglamentos del clan, y sé que si sus hermanos nos sorprendieran, nos darían muerte allí mismo, pero el riesgo acrecienta nuestro deseo y nos enaltece con un cierto prestigio de mestizaje. Entro en el coño de Milagros, un coño profundo, moreno de generaciones y soles lejanos, y siento como si entrase en un tempo de la Antigüedad, en una piel milenaria que se ajusta a mi carne. El coño de Milagros, mi gitanilla predilecta, es un coño empachado de estrellas, un coño que refulge en la oscuridad con una viscosidad grata, como de lagarto amaestrado o lagarto salvaje.

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Se le veían, por debajo de la gabardina, unas rodillas como monedas de pan, veteadas de cicatrices que aún recordaban su niñez con tropiezos y magulladuras, y nosotros alargábamos una mano y tocábamos esos panes diminutos que, como en el milagro de la eucaristía, se convertían en carne. (…) nos dejaba poner una mano sobre sus rodillas, siempre que no nos propasáramos y la dejásemos quieta, como un gato que reposa la digestión sobre el regazo de su ama, pero nosotros insistíamos y le apartábamos la falda (…), y nuestra mano dejaba de ser gato y se hacía tarántula para recorrer sus muslos. (…) El coño de Laura, o Sofía, o Sonia, que sólo llegábamos a tocar por encima de las bragas, tenía sinuosidades incomprensibles, esguinces que acariciábamos con la punta de los dedos y que, más tarde, en la soledad ciega de las sábanas, homenajeábamos. 

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