LITERATURA / Mario Benedetti

MARIO BENEDETTI
La Tregua


Poeta, dramaturgo, periodista y novelista uruguayo, Mario Benedetti consiguió con "La Tregua" acercarnos a Martín Santomé, un personaje que podría ser perfectamente usted (o servidor), y con el que es imposible no empatizar. A través de sus diarios, vemos como Martín reflexiona sobre la felicidad y lo complicado que es alcanzar esa dicha sin miedo a vivir el momento plenamente.

Esta tarde, cuando venía de la oficina, un borracho me detuvo en la calle. No protestó contra el gobierno, ni dijo que él y yo éramos hermanos, ni tocó ninguno de los innumerables temas de la beodez universal. Era un borracho extraño, con una luz especial en los ojos. Me tomó de un brazo y dijo, casi apoyándose en mí: “¿Sabés lo que te pasa? Que no vas a ninguna parte.” Otro tipo que pasó en ese instante me miró con una alegre dosis de comprensión y hasta me consagró un guiño de solidaridad. Pero yo hace cuatro horas que estoy intranquilo, como si realmente no fuera a ninguna parte y sólo ahora me hubiese enterado.

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Pensándolo bien, qué caso extraño el del viernes. No nos dijimos los nombres ni los teléfonos ni nada personal. Sin embargo, juraría que en esta mujer el sexo no es un rubro primario. Más bien parecía exasperada por algo, como si su entrega a mí fuera su curiosas venganza contra no sé qué. Debo confesar que es la primera vez que conquisto una mujer tan sólo con el codo y, también, la primera vez que, una vez en la amueblada, una mujer se desviste tan rápido y a plena luz. (…) Y con cara seria, su boca sin pintura, sus manos inexpresivas, se las arregló sin embargo para disfrutar. En el momento que consideró oportuno, me suplicó que le dijera palabrotas. No es mi especialidad, pero creo que la dejé satisfecha.

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Todo el mecanismo de mis sentimientos quedó detenido hace veinte años, cuando murió Isabel. Primero fue dolor, después indiferencia, más tarde libertad, últimamente tedio. Largo, desierto, invariable tedio. Oh, durante todas estas etapas el sexo siguió activo. Pero la técnica fue de picoteo. (…) Nunca dos veces con la misma. Una especia de inconsciente resistencia a comprometerme, a encasillar el futuro en una relación normal, de base permanente. ¿Qué estaba defendiendo? (…) ¿Mi libertad? Puede ser. Mi libertad es otro nombre de mi inercia. Acostarse hoy con una, mañana con otra; bueno, es un decir, alcanza con una vez por semana. Lo que pide la naturaleza y nada más; igual que comer, igual que bañarse, igual que ir de cuerpo. Con Isabel era diferente, porque había una especia de comunión y, cuando hacíamos el amor, parecía que cada duro hueseo mío se correspondía con un blando hueco de ella, que cada impulso mío se hallaba matemáticamente con su eco receptor. Tal para cual. Igual que cuando uno se acostumbra a bailar con la misma pareja. Al principio, a cada movimiento corresponde una réplica; después, la réplica corresponde a cada pensamiento. Uno solo es el que piensa, pero son los dos cuerpos lo que hacen la figura. 

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También le oí decir que los domingos va a la feria. Tengo que hablarle, así que fui a la feria. Dos o tres veces me pareció que era ella. En la aglomeración venía de pronto, entre muchas cabezas, un trozo de pescuezo o un peinado o un hombro que parecían los suyos, pero después la figura se completaba y hasta el trozo afín pasaba a integrarse con el resto y perdía su semejanza. A veces una mujer vista desde atrás tenía su mismo paso, sus caderas, su nuca. Pero de pronto se daba vuelta y el parecido se convertía en un absurdo. Lo único que no engaña (así, como rasgo aislado) es la mirada. En ningún lado encontré sus ojos. No obstante (sólo ahora lo pienso) no sé cómo son, de qué color. Regresé cansado, aturdido, fascinado, aburrido. Aunque hay otra palabra más certera: regresé solitario.

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En la segunda parte del festín, entran los diarios. Hay días en que los compro todos. Me gusta reconocer sus constantes. El estilo de cabriola sintáctica en los editoriales de El Debate; la civilizada hipocresía de El País; el mazacote informativo de El Día, apenas interrumpido por una que otra morisqueta anticlerical; la robusta complexión de La Mañana, ganadera como ella sola. Qué diferentes y qué iguales. Entre ellos juegan una especie de truco, engañándose unos a otros, haciéndose señas, cambiando de parejas. Pero todos se sirven del mismo mazo, todos se alimentan de la misma mentira. Y nosotros leemos, perdemos la memoria, nos olvidamos generosa, cretinamente, de que hoy dicen lo contrario de ayer, que hoy defienden ardorosamente a aquél de quien ayer dijeron pestes, y  lo peor de todo, que hoy ese mismo Aquél acepta, orgulloso y ufano, esa defensa. Por eso prefiero la espantosa franqueza del Palacio Salvo, porque siempre fue horrible, nunca nos engañó, porque se instaló aquí, en el sitio más concurrido de la ciudad, y desde hace treinta años nos obliga a que todos, naturales y extranjeros, levantemos los ojos en homenaje a su fealdad. Para mirar los diarios, hay que bajar los ojos.

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Ayer de tarde estábamos sentados junto a la mesa. No hacíamos nada, ni siquiera hablábamos. Yo tenía apoyada mi mano sobre un cenicero sin ceniza. Estábamos tristes; eso era lo que estábamos, tristes. Pero era una tristeza dulce, casi una paz. Ella me estaba mirando y de pronto movió los labios para decir dos palabras. Dijo “Te quiero”. Entonces me di cuenta de que era la primera vez que lo decía a alguien. Isabel me lo hubiera repetido veinte veces por noche. Para Isabel era como otro beso, era un simple resorte del juego amoroso. Avellaneda, en cambio, lo había dicho una vez, la necesaria. Quizás ya no precise decirlo más, porque no es juego: es una esencia. Entonces sentí una tremenda opresión en el pecho, una opresión en la que no parecía estar afectado ningún órgano físico, pero que era casi asfixiante, insoportable. Ahí, en el pecho, cerca de la garganta, ahí debe estar el alma, hecha un ovillo. (…) Esa opresión en el pecho significa vivir.

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