LITERATURA / Ray Bradbury
Cuatrocientos cincuenta y un
grados Fahrenheit es la temperatura a la que arde el papel, uno de los primeros
datos que aprenden los bomberos encargados de destruir cualquier rastro de
literatura en un mundo poblado de imágenes, donde los libros hace tiempo que
sólo son un recuerdo prohibido. Con “Fahrenheit 541”, Ray Bradbury -todo un
referente de la literatura de ciencia ficción- nos adentra en un mundo tan
peculiar como su forma de escribir. Una obra imprescindible que alcanzó el
estatus de culto.
Escuche –dijo Granger tomándolo por el brazo y caminando con él,
apartando los matorrales para que pasara-. Mi abuelo murió cuando yo era niño.
Era escultor. Era además un hombre bondadoso, dispuesto a querer a todo el
mundo. Ayudaba a limpiar la casa de vecindad, hacía juguetes para los niños, y
un millón de cosas. Tenía siempre las manos ocupadas. Y cuando murió, comprendí
que yo no lloraba por él, sino por todas las cosas que hacía. Lloraba porque
nunca volvería a hacerlas. Nunca volvería a labrar otro trozo de madera, ni nos
ayudaría a criar palomas y pichones en el patio, ni tocaría el violín de aquel
modo, ni nos contaría aquellos chistes. Era parte de nosotros, y, cuando murió,
todos los actos se detuvieron, y nadie podía reemplazarlo. Era un individuo.
Era un hombre importante. Nunca pensé en su muerte. Sí en cambio en todos los
objetos labrados que nunca nacieron a causa de su muerte. Cuántas bromas faltan
ahora en el mundo, cuántas palomas que sus manos nunca tocaron. Mi abuelo
modelaba el mundo. Hacía cosas en el mundo. Con su muerte el mundo perdió diez
millones de actos hermosos.
.........
Más tarde, los hombres que rodeaban a Montag no pudieron decir si había
habido algo realmente. Quizás una luz y un movimiento en el cielo. Quizás los
bombarderos habían estado allí, y los cazas a diez kilómetros, a cinco
kilómetros, a un kilómetro de altura, durante un único instante, como semilla
arrojada en el cielo por la mano de un gigantesco sembrador, y los bombarderos
pasaron, terriblemente veloces, y repentinamente lentos, sobre la ciudad en
sombras. El bombardero concluyó, indudablemente, una vez que los cazas
avisparon el objetivo y alertaron a los bombarderos a ocho mil kilómetros por
hora. La guerra sólo había sido el rápido susurro de una guadaña. Una vez descargadas
las bombas, nada quedaba por hacer. Ahora, tres segundos más tarde, en lo que
era todo el tiempo de la historia, antes que las bombas tocasen el suelo, las
naves enemigas ya habían dado media vuelta al mundo, con balas en las que el
isleño salvaje no puede creer pues son invisibles, y sin embargo el corazón
estalla repentinamente, y los cuerpos vuelan en pedazos sueltos, y la sangre se
sorprende de verse libre y en el aire; el cerebro derrocha sus escasos y
preciosos recuerdos, y perplejo, muere.
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