LITERATURA / Raymond Chandler

RAYMOND CHANDLER
El Largo Adiós


De manera unánime, "El Largo Adiós" está incluida en todas las listas de imprescindibles de la novela negra. Raymond Chandler se corona con un libro trepidante, de lectura fácil, con un prota (Philip Marlowe) que desprende magnetismo en cada línea, y con todos los clichés del género que lo hacen irresistible: las cloacas de la corrupción, el oscuro mundo de las drogas y la presencia de la rubia platino. 

       -      Me gustan los bares cuando acaban de abrir para la clientela de la tarde. Dentro el aire todavía está limpio, todo brilla, y el barman se mira por última vez en el espejo para comprobar que lleva la corbata en su sitio y el pelo bien alisado. Me gustan las botellas bien colocadas en la pared del fondo, las copas que brillas y las expectativas. Me gusta verle mezclar el primer cóctel, colocarlo sobre el posavasos y situar a su lado la servilletita de papel perfectamente doblada. También me gusta saborear despacio ese primer cóctel. La primer copa de la tarde, sin prisas, en un bar tranquilo. Eso es maravilloso.
Le dije que estaba de acuerdo.
-          El alcohol es como el amor –dijo-. El primer beso es mágico, el segundo íntimo, el tercero pura rutina. Después desnudas a la chica.
-          ¿Es malo eso? –le pregunté.
-          Es una emoción de orden superior, pero impura…., impura en el sentido estético. No estoy despreciando las relaciones sexuales. Son una cosa necesaria y no tienen por qué ser feas. Pero siempre hay que gestionarlas. Hacerlas seductoras es una industria de mil millones de dólares y se necesita hasta el último céntimo.

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El anciano camarero se acercó y examinó con indulgencia mi whisky con agua. Le hice un gesto negativo con la cabeza, asintió con un movimiento de la blanca pelambrera y precisamente en aquel momento entró en el bar un sueño. Por un instante me pareció que cesaban todos los ruidos, que los tipos a la última dejaban de competir y que el borracho del taburete detenía su parloteo, y fue exactamente como cuando el director de una orquesta da unos golpecitos al atril con la batuta, alza los brazos y los inmoviliza en el aire.
Era esbelta y alta, con un traje sastre blanco de lino y un pañuelo blanco y negro con lunares en torno al cuello. Su cabello era el oro pálido de una princesa de cuento de hadas y llevaba un sombrero en el que el pelo se recogía como un pájaro en su nido. (…) Llegó a la mesa al otro lado del pasillo y se estaba quitando un guante blanco cuando el viejo camarero le apartó la mesa como ningún camarero la apartaría nunca para mí. (…) La dama rubia le dijo algo en voz baja. El otro se alejó con premura, inclinado hacia delante. Era una persona que, de pronto, tenía una misión en la vida.

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 -          No fue descortés conmigo. (…) Su marido es una persona capaz de mirarse con calma y de ver lo que encuentra en su interior. No es un don muy corriente. La mayoría de la gente utiliza la mitad de su energía en proteger una dignidad que nunca ha tenido. Buenas noches, señora Wade.
Colgamos y yo saqué el tablero de ajedrez. Llené la pipa, coloqué las piezas, les pesé revista para ver si se habían afeitado correctamente o les faltaba algún botón, y jugué una partida de campeonato entre Gortchakoff y Meninkin, setenta y dos movimientos para hacer tablas, ejemplo destacado de una fuerza irresistible que encuentra un objeto inamovible, una batalla sin armadura, una guerra sin sangre, y un desperdicio de inteligencia tan llamativo como pueda darse en cualquier otro sitio a excepción quizá de una agencia de publicidad.

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Otra parte de mí quería marcharse para no regresar nunca, pero ésa era la parte de la que nunca hago caso. Porque de lo contrario me habría quedado en el pueblo donde nací, habría trabajado en la ferretería, me habría casado con la hija del dueño, habría tenido cinco hijos, les habría leído las historietas del suplemento dominical del periódico, les habría dado capones cuando sacaban los pies del tiesto y me habría peleado con mi mujer sobre el dinero que se les debía dar para sus gastos y sobre qué programas podían oír y ver en la radio y en la televisión. Quizás, incluso, habría llegado a ser rico, rico de pueblo, con una casa de ocho habitaciones, dos coches en el garaje, pollo todos los domingos, el Reader´s Digest en la mesa del cuarto de estar, la mujer con una permanente de hierro colado y yo con un cerebro como un saco de cemento de Portland. Se lo regalo, amigo. Me quedo con la ciudad, grande, sórdida, sucia y deshonesta.

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Nos despedimos. Vi cómo el taxi se perdía de vista. Subí de nuevo, entré en el dormitorio, deshice la cama y volví a hacerla. Había un largo cabello oscuro en una de las almohadas y a mí se me había puesto un trozo de plomo en la boca del estómago.
Los franceses tienen una frase para eso. Los muy cabrones tienen una frase para todo y siempre aciertan.
Decir adiós es morir un poco.




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