LITERATURA / J.R. Moehringer

J.R.MOEHRINGER
El Bar De Las Grandes Esperanzas


Habiendo sido abandonado por su padre antes incluso de pronunciar su primera palabra, J.R. busca esa figura paterna, en el Dickens, un bar donde siempre hay alguien con una historia que contar. El premio Pulitzer J.R. Moehringer firma esta conmovedora historia que se lee fácil, y que tiene momentos inspirados, pero que para el que esto escribe va de más a menos. Quizás con cien páginas menos se llevaría mejor. 

Además de proporcionar un refugio, Steve impartía, todas las noches, lecciones sobre democracia, o sobre esa pluralidad especial que propicia el alcohol. De pie, desde el centro del local, veías a hombres y mujeres de todos los estratos de la sociedad educándose unos a otros, maltratándose. Oías al hombre más pobre del pueblo conversar sobre la volatilidad de los mercados con el presidente de la Bolsa de Nueva York, o al bibliotecario local darle una clase a uno de los mejores beisbolistas de los New York Yankees sobre la conveniencia de agarrar el bate desde más arriba. Oías a un porteador de escasas luces decir algo tan descabellado y a la vez tan sensato que el profesor universitario de filosofía se lo apuntaba en una servilleta y se metía esta en el bolsillo. Oías a camareros que, mientras cerrabas apuestas y preparaban cócteles, hablaban como reyes filosóficos.
Steve creía que la barra de un bar era el punto de encuentro más igualitario de todos los que existían en América, y sabía que los americanos siempre habían venerado sus bares, sus salones, sus tabernas y sus “gin mills”, una de sus expresiones favoritas. 

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A una edad temprana, allí, en el Dickens, llegué a la conclusión de que la vida es una sucesión de historias de amor, y de que cada una de ellas es la respuesta a otra anterior. Pero yo era sólo uno de los muchos románticos del bar de Steve que había llegado a aquella misma conclusión, que creía en aquella reacción en cadena del amor. Era aquella creencia, tanto como el bar, la que nos unía, y por eso mi historia es sólo una hebra de la cuerda que mantenía trenzadas todas nuestras historias de amor. 

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Como yo era tan pequeño cuando desapareció, no sabía qué aspecto tenía mi padre. Sólo sabía cómo sonaba, y aquello lo sabía muy bien. Pinchadiscos de rock and roll muy popular, mi padre hablaba todos los días frente al micrófono situado en algún punto de Nueva York, y su voz redonda, de barítono, viajaba Hudson abajo, cruzaba la bahía de Manhasset, ascendía por Plandome Road y, una fracción de segundo más tarde, salía de la radio verde oliva que reposaba sobre la mesa de la cocina del abuelo. La voz de mi padre era tan profunda, tan imponente, que me reverberaba en las costillas y hacía temblar los utensilios de la cocina.

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"Cada libro es un milagro –decía Bill-. Cada libro representa un momento en el que alguien se sentó en silencio (y ese silencio forma parte del milagro, no te engañes), e intentó contarnos a los demás una historia".

Bud podía hablar sin fin de la esperanza de los libros, de la promesa de los libros. Decía que no era casualidad que un libro se abriera igual que una puerta. Además, decía, intuyendo una de mis neurosis, los libros podían usarse para poner orden al caos. A mis catorce años, era más vulnerable que nunca al caos. Mi cuerpo estaba creciendo, le salía pelo por todas partes, se agitaba con unos deseos que yo no comprendía. Y el mundo, más allá de mi cuerpo, parecía igualmente volátil y caprichoso. Mis días estaban controlados por profesores, mi futuro estaba en manos de la herencia de mi sangre y la suerte. Sin embargo, Bill y Bud me prometían que mi cerebro era mío y que siempre lo sería. Decían que al optar por los libros, por los libros adecuados, cuidadosamente siempre podría mantener, al menos, el control de aquello. 


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