LITERATURA / Enrique Vila-Matas

ENRIQUE VILA-MATAS
Lejos De Veracruz


Nacido en Barcelona en 1948 pero autoexiliado en París para escapar del gobierno franquista, Enrique Vila-Matas se fue a vivir a Francia en busca de un lugar donde vivir y donde buscar su libertad creativa. Viendo su prolífica carrera, uno puede afirmar que acertó. Con una prosa original, y personajes Nabokovianos (si es que se me permite el término), Vila-Matas firma en "Lejos De Veracruz" páginas divertidas y bien estructuradas que consiguen que, a pesar de estar lejos de su mejor obra, la lectura sea ágil y que se te pase volando. 

Hubo tras la entrañable cena una prudente retirada a primera hora de la madrugada. En un estado de cierta euforia etílica desperté, a las pocas horas de dormirme, en mitad de la noche xalapeña, con mi retina alucinada ante la súbita y fantasmal aparición del pico de Orizaba en mi horizonte visual. No era un sueño, tampoco una estricta realidad, tal vez una simple alucinación. Ante mí, en el recoleto cuarto de la Posada del Cafeto, estaba el Orizaba en mi horizonte visual, alta montaña de nieves eternas en su cumbre de real ensueño. Fuera llovía. Me dije: “Mira Enrique, es mejor que pienses que todo esto es verdad”. La lluvia se tensaba como las cuerdas de un arpa y, al igual que un poema de Derek Walcott, era como si yo estuviera regresando al origen de todo, y un hombre con los ojos nublados tocara esa lluvia con sus dedos y tañera el primer verso de la Odisea. Pensé en los miembros de la tribu massai, que de vez en cuando le pedían a Isak Dinesen que hablara como la lluvia, es decir, haciendo rimas, que ellos desconocían. Pensé en el Génesis y en los orígenes cristianos de la lluvia y del vino y me acordé de Noé, el primer borracho.
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Recuerdo que había verdadera magia en un ambiente loco de marimbas y frenesí de puro habano cuando cruzamos lentamente el Zócalo y nos sentamos en Los Portales, en uno de los bares donde se sienta todo el mundo en Veracruz, y allí bebimos algo inolvidable mientras se sucedían, una tras otra, bandas musicales que acabaron por cantarnos las obras completos (y otros cuentos) de don Agustín Lara. Cuando tan genial repertorio se agotó, una mujer que había aguardado su turno con singular paciencia en el más remoto de los portales, se acercó con una gigantesca arpa y, tensando las cuerdas como si fueran pura lluvia y chipichipi, cantó a un ritmo endiablado “La Bamba”. Asombrados y aún no repuestos de tanta velocidad, vimos cómo un enano, agitando una campanilla de bronce, susurraba “María Bonita” en inglés. Se añadió otro loco a la fiesta. (…)
Para entonces mis ojos en Los Portales ya eran un inmenso zócalo de curiosidad dominguera y no tardaron en ser una fiesta toral. Sentí que el momento era único. Sentí lo que habían sentido otros muchos antes que yo. Sentí que no era original. “Después de todo”, escribió Pessoa, “la mejor manera de viajar es sentir. Cuanto más sienta, cuanto más sienta yo como varias personas, cuantas más personalidades tenga, cuanto más intensa…..”.
Fue uno de los escasos momentos felices de mi vida. Porque de pronto, hundiendo peligrosamente mi mirada en los detalles más ínfimos de aquella gran fiesta de Los Portales, brotó en mí ese momento inigualable en el que sentimos que formamos parte del mundo y que tenemos algo que expresar por mucho que sepamos que ha sido ya expresado muchas veces antes. Sabemos que es así, pero nos da igual. Porque, en momentos como ése, uno no calla. Al diablo con Beckett. Bamba, la bamba, la bamba. Y brota la palabra. Y uno habla, piensa que aquello lo ha de escribir, canta (…). En momentos como ése, uno se entrega a sensaciones sabidas y simples. Y poco importa, señores, no ser original. Porque uno siente la vida, el amor y la muerte, las marimbas y el reloj puntual y eterno del Caribe al atardecer. Uno percibe su propia nulidad, también su grandeza. Uno siente en definitiva lo que otros muchos ya sintieron antes. Después de todo, la mejor manera de viajar es sentir. Uno se diluye feliz y barrena las naves. Y vive a partir de entonces, en común con tanto pobre mortal, el ruido y la furia de todas las almas de Los Portales. Uno sonríe y enciende un habano y poco importa entonces no ser original, señores, si uno ya es de Veracruz.

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Y es que ningún sitio me atrae especialmente, ningún lugar me fascina al máximo porque no ignoro que si existiera en esta vida un colosal y extraordinario encanto, éste para mí consistiría en estar donde no estoy para desde allí poder desear dónde estar, que sería en ninguna parte. De modo que soy de Veracruz, y punto. Y si lo soy es porque no me queda otro remedio que ser de algún lugar y, como escritor, tener cierta nostalgia de él.

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Aquella postal nos amargó a los dos el día. A Antonio porque conocía a Rosita y creyó adivinar enseguida lo que podía estar tramando aquella “mujer fatal en versión mulata, la típica tentadora que arruina con sus ojos negros”, me dijo con su enojosa tendencia a convertirlo todo en literatura, “la típica hembra deslumbrante y venenosa, de clavel en el pecho y puñal en la cintura, la eterna serpiente, mujer tan bella como desprovista siempre de dinero a causa de su enfermiza afición al juego y, lo que es peor, desprovista de sentimientos y del menor escrúpulo. La tentación, la perdición de los hombres. Para echarse a temblar, vamos. El diablo hecho mujer”.

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Me defendí como pude, le conté mi visión del mundo y de la vida.
-Para mí –le dije- sólo hay tres maneras de ponerse el mundo por montera. Una es ser inmensamente rico, estilo Onassis para entendernos, otra ser un grandísimo y genial artista indiscutible, como Picasso o como ese manco que escribió el Quijote, y ahí tampoco valen pues las medias tintas, y por eso no me apetece nada seguir los pasos artísticos de mis dos mediocres hermanos. La tercera fórmula está más a mi alcance. Es vivir bajo un puente y ser un vagabundo, un hombre libre que se ríe de todo y procura disfrutar de la brisa y del viento. Es la que está más a mi alcance, sobre todo cuando viajo, y por tanto la única que me interesa. Ahora ya sabes, pues, cuál es la filosofía de la vida.

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-          Ya lo comprendo –me ha dicho adoptando un afectado gesto reflexivo-. Usted es escritor. Como su hermano mayor. ¿Verdad que no me equivoco?
-          No, señor, no soy escritor –le he contestado, reaccionando de inmediato.
-          ¿Y los papeles escritos que le he visto? Los papeles sobre los que se ha quedado dormido.
-          Me dedico a contarme a mí mismo mi vida. Eso es todo.
-          ¿Y eso no es ser escritor?
-          No quiero ser escritor, sino escribir, que es algo muy distinto. No sé si capta usted la sutil diferencia.
-          No, yo no capto nada. ¿Cómo voy a hacerlo si soy imbécil? ¿Es eso lo que trata de decirme? Pero permítame ahora una pregunta. ¿Puede saberse por qué la vida se la cuenta usted sólo a sí mismo?
-          Pero es que no sé si me entenderá. Yo tengo unas ideas muy especiales.

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Nos dirigimos a un local de muy mala reputación, La Sepultura, donde bebimos pulque y mucho Anís del Mono y donde encontramos a dos gemelas espantosas. Todavía hoy no entiendo por qué viendo tanto horror me entraron ganas de fornicar. A Alvarado le sucedió lo mismo. Dos mujeres que eran, como suele decirse, como dos gotas de agua, y yo añadiría que con nuestro esperma ya batido de antemano: asmáticas, groseramente pintadas, gárrulas, con olor a ajo y cara de asco, y un acento nasal indecente, trenzas espesas y lazo azul, bigote negro sobre los labios carmesí. Dos monstruos. Cuando en un apartado de luces rojas las dejamos jodidas alcanzamos, con cara de anís y vomitona, la desierta calle.


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