LITERATURA / Francisco González Ledesma
"Una Novela De Barrio" es una historia de venganza. Y con ella Francisco González Ledesma (Barcelona 1927) consiguió, en 2007, el Premio Internacional de Novela Negra RBA. Novela negra made in Spain, con personajes que (sobre)viven o (mal)viven en una sociedad en la que no acaban de encajar.
- Mire, Méndez, de eso de vigilar, a la debida distancia, a los inmigrantes ilegales, yo entiendo un rato, porque todo esto se va llenando. Si quiere, le aconsejaré. Mire, estos barrios antaño obreros, los van ocupando los pakistaníes, moros, dominicanos y hasta chinos, por no hablar de los negros. Aunque los negros trabajan en lo que sale, y los ves poco. Los pakistaníes ponen un locutorio y los ves mucho. Los moros se dividen en dos clases: moros y moritos. Los primeros nunca sabes de qué viven, pero tienen siempre cinco críos y una mujer con chilaba. Los moritos se dividen a su vez en dos subclases: los que dan y los que toman. Los que toman hacen de chaperos y me dan pena, porque ha de ser muy triste eso de que te empitone un tío al que no conoces de nada. Los que dan, comen de metérsela a señoras descontentas con la vida, y a mi esos me dan envidia, porque ha de ser cojonudo empitonar a una tía a la que no conoces de nada. Hay un dante al que las clientas llaman el Kilómetro, y que de vez en cuando viene por aquí, pero hay otro dante al que llaman la Milla, que es más, de modo que en eso de empitonar por dinero hay una competencia durísima.
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Ahora la gente lo ha olvidado todo, como el niño ignora el dolor del parto de su madre. Créame, los barrios cambian y entierran su memoria. Ahora sólo quedan cuatro viejos que lo han visto todo y sólo aspiran a morir en su calle, y cuatro nenas que no han visto nada y sólo aspiran a huir de su calle.
Sí, pensó Méndez: los esqueletos de las casas, las mujeres que tal vez recuerdan lo que nunca existió (porque lo que existió no vale la pena), un poeta que escribe en el balcón porque no cabe en el piso, una canción en el patio interior y un gorrión que se ha escapado del castillo.
Venga, Méndez, olvídalo todo bebiendo otra copa de licor ecológico.
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Y un disparo brota de su bocamanga.
Allí no tenía que haber ningún arma.
La hay.
La pistolita de tahúr -cachas de nácar, cañón adornado con plata- ha saltado desde el escondite con el movimiento del brazo.
En la dorada California de otro tiempo, sobre mesas que ya no existían, habían usado aquel truco profesionales que no existían tampoco. La bala del pequeño calibre, casi una píldora, fue suficiente a aquella mínima distancia calculada no para balas, sino para las lenguas. Un orificio rojo se marcó en el centro exacto de la frente del hombre que había aguardado dentro del baño. Éste cayó como un bloque hacia el plato de la ducha, sin mover un músculo.
Miralles solo pensó en dos cosas, dos cosas que vieron sus ojos, no su mente. No hubo tiempo.
El zapato negro.
Ése fue su primer y absurdo pensamiento.
Había visto un zapato negro cuando Denise empezó a abrir la puerta.
La muerte.
Ése fue su segundo y lógico pensamiento.
La bala tenía que estar en el centro del cerebro del hombre del zapato negro.
Y el tiempo. El tiempo se había detenido. Miralles no era consciente de haber dado el salto apenas entrevió el zapato. No notó ni siquiera dolor en aquel silencio, un silencio hecho de moquetas, de camas sin susurros, espejos sin figuras. Ventanas donde la ciudad acechaba sin llegar a ver.
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