LITERATURA / Javier Marías. Tu rostro mañana

JAVIER MARÍAS
Tu Rostro Mañana

James Lasdun de The Guardian dijo de "Tu Rostro Mañana" que bien podría ser la primera verdadera obra maestra del siglo XXI. Podría sonar exagerado sino fuese porque Antony Beevor de The Sunday Telegraph, Mark Ford de The New York Review Of Books o Tim Martin de The Independent también han hecho críticas similares. Lo que queda claro es que esta trilogía tiene una prosa exquisita y es una de las cimas de Javier Marías. Nada mejor como leerla para comprobarlo.


Rara vez, siendo ya adulto o incluso joven y más vacilante, he sentido ante un hombre el convencimiento de que contra él nada habría que hacer en según qué terrenos; y de que si ese individuo o fellow ponía sus ojos en la mujer que estuviera a mi lado, no habría posibilidad alguna de retenerla ahí. (…) Menos mal que Luisa no está conmigo, pensé; no está por aquí y nada debo temer (lo pensé muchas veces, lo vi). Este hombre divertiría y halagaría y la comprendería, la sacaría de juerga todas las noches y la expondría a los más convenientes y fructíferos riesgos, se mostraría solícito y solidario y se tragaría su historia entera de cabo a rabo, y también la aislaría y le deslizaría muy pronto sus exigencias y sus prohibiciones, todo ello a la vez o en muy breve lapso, y no tendría que cavar ni una pulgada más hondo para enviarme al fondo del fondo de los infiernos, ni tomar el menor impulso para despedirme al limbo, a mí y al recuerdo de mí, y a la ocasional e improbable nostalgia de mí.

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La osadía no se está quieta nunca, mengua o crece, se dispara o se encoge, se sustrae o avasalla, y si acaso desaparece tras algún revés enorme. Pero si la hay se mueve, no es nunca estable ni se da por contenta, es todo menos estacionaria. Y su propensión primera es al ilimitado aumento, mientras no se la cercene o frene en seco, brutalmente, o se la obligue a retroceder con método. En su periodo expansivo las percepciones se alteran mucho o se embriagan, y la arbitrariedad, por ejemplo, deja de parecérselo a uno, que cree basar su dictámenes y sus visiones en criterios sólidos por subjetivos que sean (un mal menor, qué remedio).

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El más iluminado poeta o el narrador más zigzagueante podrán inventar y recitar de improviso palabras encadenadas e hipnóticas que sonarán como música, tanto que a quienes escuchen les importará poco el sentido, o mejor dicho, lo captarán sin esfuerzo y sin tener que pensar en él antes de aprehenderlo o de ser absorbidos, será todo simultáneo y todo uno, aunque tal vez luego, acabada la músico, esos oyentes no serán capaces de repetirlo ni de resumirlo, quizás ni siquiera de seguir comprendiendo lo que hacía un instante comprendían tan bien mientras se sentían mecidos y les duraba el encantamiento, con tanta ligereza en sus mentes como en sus oídos, con la misma permeabilidad en ambos. Pero no necesariamente hablarán más ni con mayor desenfado o desenvoltura que el oficinista ignorante, repetitivo y romo que se cree lleno de donaire y gracia y que se da machaconamente en todas las oficinas del mundo, no importa en qué latitudes o climas, y aunque sean oficinas de intérpretes y de espías….

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Es un misterio y a la vez no es un misterio. Hablar, mucho más que pensar, es lo que tiene todo el mundo a su alcance (me refiero a lo que es volitivo, insisto, y no orgánico meramente, o fisiológico); y es lo que comparten y han compartido siempre los malvados con los buenos, las víctimas con los verdugos, los crueles con los compasivos, los sinceros con los mentirosos, los pocos listos con los muchos tontos, los esclavos con los amos y los dioses con los hombres. Cuentan todos con ello, los imbéciles, los brutos, los despiadados, los asesinos, los tiranos, los salvajes, los simples; y aun los locos. Hasta tal punto es lo único que nos iguala que llevamos siglos creándonos todos diferencias leves, de pronunciación, de dicción, de entonación, de vocabulario, fonéticas o semánticas, para sentirnos cada grupo en posesión de un habla que los demás desconozcan, de una contraseña para iniciados. 

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Pero la página en blanco es la mejor de todas, la más creíble eternamente y la que más cuenta porque nunca se acaba, y en la que todo cabe, eternamente, hasta sus desmentidos; y lo que ella no diga o diga, por tanto (porque al no decir ya dice algo, en un mundo de infinitos decires simultáneos, superpuestos, contradictorios, constantes, y agotadores e inagotables), podrá ser creído en cualquier tiempo, y no sólo en su tiempo único para ser creído, que a veces es nada, un día o unas horas fatales, y otras veces es muy largo, un siglo o varios, y entonces nada es fatal porque ya no hay quien averigüe si la creencia es verdadera o falsa, y además no le importa a nadie, cuando todo está nivelado. 

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“Una mujer no lleva bragas”, pensé; “aunque sí lleve medias, pueden ser de esas que se venden ahora, que llegan hasta la mitad del muslo como las de antes y se sujetan con un elástico que hace las veces y la imitación sin gracia de las antiguas ligas, usaba de esas aquella inminente heredera consorte que se quedó una noche a desayunar en casa y cuyo teléfono móvil parecía una obsesión o un objetivo bélico para su aún premarido pero ya postcornudo, o al menos las usó esa vez única en que la vi quitárselas o se las quité yo mismo, de la visicitud ya mal me acuerdo”. Rememoré y pensé eso echado en la cama, poco interesado en rememorarlo, fue del todo involuntario. 
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Comprendí que me sentía ligero gracias a la música en parte, (…) y al instante me percaté de que era también –o más aún- gracias al baile en que me había deslizado sin proponérmelo, sin duda en imitación instintiva, maquinal, casi inconsciente, de los tres individuos despreocupados del otro extremo de la plaza: los pies se mueven solos a veces, o como dice mi lengua con exactitud metafórica, cobran vida, se le van a uno, sin que uno se dé apenas cuenta. Me había puesto a bailar, era increíble, yo mismo, a solas en casa como si ya no fuera yo sino mi vecino ágil y atlético de huesudas facciones y esmerado bigote, un caso claro de contagio visual y auditivo, de mímesis, favorecido además por mis musarañas. Me descubrí (es un decir) avanzando por mi salón, más exiguo que el de enfrente y con muebles, a pasos cortos y rápidos y no sé si sinuosos, con movimiento loco de pies y caderas y de mi cabeza que afirmaba el ritmo, mis brazos acompañando sólo leve y escasamente, un poco doblados y un poco extendidos a la altura de los costados, y entre mis manos un periódico abierto que por supuesto no leía, lo había cogido como elemento de equilibrio en mi bailo, eso supuse. Y entonces me entró vergüenza, porque al volver a mirar de veras a los bailarines originales, (…) hube de deducir que ellos había oído a su vez mi música en alguna mínima pausa de la suya y me habrían localizado sin dificultad; y, claro está, les divertía verme (el alguacil alguacilado, el cazador cazado, el espía espiado, el danzarín danzado).

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Le vi la expresión de muerto, de quien se da por muerto y se sabe muerto; pero al estar aún vivo la imagen fue de infinito miedo y de forcejeo, esto último sólo mental, quizás un deseo; de pueril e indisimulado espanto, la boca debió de secársele instantáneamente, tanto como la palidez le cubrió el rostro como si le hubieran dado un brochazo raudo de pintura blanca sucia o cenicienta o de color enfermo, o le hubieran arrojado harina o acaso talco, fue algo parecido a las nubes veloces cuando ensombrecen los campos y recorre a los rebaños un escalofrío, o como la mano que extiende la plaga o la que cierra los párpados de los difuntos. El labio superior se le levantó, casi se le dobló, fue un rictus, le dejó al descubierto la encía seca y en ella se le enganchó la parte interior del labio al faltar toda saliva, ya no podría volver a bajarlo, así contraído hasta el fin de los tiempos en una cara atormentada separada del cuerpo, (…) y encogió el cuello instintivamente, hundió la cabeza entre los hombros como con un espasmo, ese gesto debieron de hacerlo sin querer o queriendo todos los guillotinados de doscientos años y los que padecieron el hacha a lo largo de los cien siglos, aun los culpables conformes y los resignados en su inocencia, ese gesto han debido de hacerlo hasta las gallinas y los pavos. 

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Era esa mirada que a menudo se les pone a los viejos aunque estén acompañados y hablando animadamente, son ojos mates de dilatado iris que alcanzan muy lejos en dirección al pasado, como si en verdad vieran sus dueños físicamente con ellos, quiero decir ver los recuerdos. No es una mirada ausente ni ida, sino intensa y concentrada, sólo que en algo a muy larga distancia. También la había advertido en los ojos de dos colores del hermano que conservó el apellido, Toby Rylands. Quiero decir, cada ojo de uno distinto, uno de color aceite y el otro de ceniza pálida. Uno agudo y casi cruel, de águila o gato, y el otro de perro o caballo, meditativo y recto. Pero cuando miraban así se igualaban, por encima de los colores. 
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…compartir una cama despiertos marca arbitrariamente la frontera entre la discreción y la confianza, entre el secreto y las revelaciones, entre el deferente silencio y las preguntas con sus respuestas o sus evasivas a veces, como si entrar en el cuerpo de otro con brevedad suprimiera, además de las físicas, otras barreras de paso: biográficas, sentimentales, sin duda las del disimulo o la precaución o reserva, es algo absurdo que dos personas, tras enlazarse, se sientan más facultadas o impunes para indagar en la vida y los pensamientos del que estuvo encima o debajo, o en pie de espaldas o de frente si la cama no hizo falta, o para relatarlos prolijamente, verbosos y hasta abstraídos, hay quienes follan con alguien sólo para rajar luego a destajo, como si se hubieran ganado una patente en el entrecruzamiento. Eso me ha molestado a menudo en mis aventuras ocasionales, de una sola noche o mañana o tarde, y todas son así en primera instancia, mientras la repetición no se aparece, todas son así cuando se inauguran y no se sabe si se clausurarán acto seguido, o lo sabe una de las partes, al instante lo sabe y se lo calla educadamente y da lugar al malentendido (la educación es un veneno, nos pierde); finge que eso no va a interrumpirse en seguida, sino que en efecto algo se ha abierto que no tiene por qué cerrarse, y entonces a lo que da pie es a un gran engorro. Y a veces lo que sabe uno antes incluso de la entrada en el nuevo cuerpo, sabe que quiere probar sólo esa vez, cerciorarse, quizá jactarse para sus adentros o escandalizarse de sí mismo, y hasta puede que anotar el dato con vistas a rememorarlo o es más bien a recordarlo; o aún más tenue, a tener constancia: “Esto ha ocurrido en mi vida”, podrá decirse una ya siempre, sobre todo en la vejez o en la edad madura, cuando el pasado invade mucho el presente y éste, desinteresado y escéptico, mira rara vez ya hacia adelante. 
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Pero lo que más me ha enfurecido, a veces, ha sido sentirme en deuda (absurdamente, en estos tiempos) por haberme acostado con ellas. Sin duda un vestigio de mi época de infancia, cuando aún se consideraba que el interés y la insistencia venían del varón siempre y que la mujer cedía, o aún es más, concedía u otorgaba, y era ella la que hacía un regalo valioso o un favor grande. No siempre, pero con demasiada frecuencia, me he juzgado artífice o responsable último de lo habido entre ellas y yo, aunque yo no lo hubiera buscado ni anticipado –si es que no lo he visto venir en la mayoría de las ocasiones, no me lo he maliciado-, y he supuesto que lo lamentarían nada más concluirlo y yo retirarme o hacer a un lado, o mientras se volvían a vestir o se alisaban la ropa y se la enderezaban, (…) o si no más adelante, cuando se quedaran solas y meditabundas, o rememorativas, mirando la misma luna a la que yo no haría caso, desde sus ventanas sentidas como nupciales de pronto, en la duermevela de la madrugada.

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Bah. Es una mujer hecha y derecha, habrá ya cruzado lo que Joseph Conrad llamaba la línea de sombra, o estará a punto de hacerlo. Ya sabes, la edad en que la vida se encarga de uno, si es que no se ha hecho cargo de ella uno antes. La línea que separa lo cerrado de lo abierto, la página escrita de la página en blanco: allí donde empiezan a agotarse las posibilidades, porque las que uno descarta se van volviendo irrecuperables, y están más perdidas cada día que uno cumple. Cada fecha de penumbra; o de memoria, que es lo mismo.
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Es extraño e incongruente el proceso de las nostalgias, o del echar de menos, tanto si es por ausencia como por abandono o por muerte. Uno cree al principio que no puede vivir sin alguien o alejado de alguien, la pena inicial es tan afilada o constante que se siente como un hundimiento sin límite o como una lanza interminable que avanza, porque cada minuto de privación cuenta y pesa, se hace notar y se nos atraganta, y uno sólo espera que pasen las horas del día a sabiendas de que su paso no nos llevará a nada nuevo sino a más espera de más espera. Cada mañana abre uno los ojos –si se ha beneficiado del sueño que no permite olvidar del todo, pero que confunde- con el mismo pensamiento que lo oprimió justo antes de cerrarlos, “Ella no está y no va a volver”, por ejemplo (sea volver a mí o de la muerte), y se dispone no a atravesar la jornada fatigosamente, pues ni siquiera es capaz de mirar tan lejos ni de diferenciarlas, sino los siguientes cinco minutos y luego otros cinco fatigosamente, y así seguirá de cinco en cinco si es que no de uno en uno, enredándose en todos y a lo sumo tratando de distraerse durante dos o tres de su conciencia, o de su parálisis cavilatoria. (…) Son las rutinas halladas las que nos sostienen, lo que a la vida le sobra, lo tonto inocuo, lo que no entusiasma ni nos pide participación ni esfuerzo, el relleno que despreciamos cuando todo está en orden y nosotros activos y sin tiempo para añorar a nadie, ni siquiera a los que ya se han muerto (aprovechamos esos periodos para sacudírnoslos de nuestras espaldas, de hecho, aunque eso sirva sólo temporalmente, porque los muertos se empeñan en seguir muertos y siempre vuelven más tarde, para hacernos sentir la punzada de su alfiler en el pecho y caer como plomo sobre nuestras almas). 


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