LITERATURA / Alex Ross
ALEX ROSS
El Ruido Eterno
El crítico musical Alex Ross
ha conseguido gracias a “El Ruido Eterno” decenas de premios de prestigio. A lo
largo de sus más de 600 páginas, Ross nos lleva por la historia del siglo XX a
través de su música, desde la Viena de antes de la Primera Guerra Mundial hasta
el París de los años 20; desde la Alemania de Hitler o la Rusia de Stalin al
Nueva York de los años 60.
En un concierto, los oyentes experimentan una nueva obra
colectivamente, a la misma velocidad y aproximadamente desde la misma
distancia. No pueden pararse a considerar las implicaciones de un acorde
semibonito o de un ritmo de vals oculto. Conforman una multitud, y las
multitudes tienden a alinearse como una sola mente.
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Schoenberg aplicó el concepto de degeneración a la música. Al hacerlo
introdujo un tema que reaparecería frecuentemente en el curso del siglo: la
idea de que algunos lenguajes musicales eran sanos, mientras que otros eran
degenerados, que los verdaderos compositores necesitaban un lugar puro en un
mundo contaminado, que sólo si asumían un ascetismo militante aquéllos podrían
resistir el atractivo casi sexual de los acordes dudosos.
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En una época en la que el linchamiento era un deporte social en el Sur,
y en un año en que trenes especiales llevaron a diez mil personas a Paris
(Texas) para que pudieran ver a un negro obligado a desflilar por la ciudad
para luego ser torturado y quemado en la hoguera, el hecho de que Dvorák
abrazará los espirituales afroamericanos suponía un gesto notable. La
celebridad instalada entonces un el país no se limitó a animar a los
compositores blancos a valerse de material negro; también promocionó a los
propios negros como compositores. Lo más provocador de todo fue que se
refiriera a la presencia de una veta negra en Beethoven: una herejía en contra
de las filosofías arias que estaban ganando terreno en Europa.
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“Es únicamente después de cincuenta, sesenta, setenta años de
holocaustos mundiales, del avance simultáneo de la democracia con nuestra
creciente incapacidad para detener las constantes guerras, de la simultánea
magnificación de devociones nacionales con la intensificación de nuestra
resistencia activa a la igualdad social; únicamente después de haber
experimentado todo esto gracias a los hornos humeantes de Auschwitz, las selvas
frenéticamente bombardeadas de Vietnam, gracias a Hungría, Suez, la Bahía de
Cochinos, el juicio-farsa de Siniavsky y Daniel, el reabastecimiento de la
maquinaria nazi, el asesinato en Dallas, la arrogancia de Suráfrica, la parodia
Hiss-Chambers, las purgas trotskistas, el Poder Negro, las Guardias Rojas, el
cerco árabe de Israel, la plaga del macartismo, la desenfrenada carrera
armamentística; únicamente después de todo esto podemos escuchar finalmente la
música de Mahler y entender que lo predijo todo. Y que, al hacerlo, arrojó una
lluvia de belleza sobre este mundo que no se ha visto igualada desde entonces”.
El entusiasmo de Bernstein por Mahler resultaba contagioso, pero sus
afirmaciones eran exageradas. En la música del siglo XX, en medio de todas las
tinieblas, la culpa, la miseria y el olvido, la lluvia de belleza no cesó
nunca.
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En un lapso de dos décadas, de 1945 a 1965, cuando los compositores minimalistas estaban pasando de la infancia a la madurez, la música popular estadounidense vivió un estallido de energía creadora. Jazz, blues, country y gospel evolucionaron hacia el rhythm and blues, rock and roll, soul y funk. Hank Williams, un cantante blanco con oído para el blues, alumbró canciones country de una belleza similar a la de las piedras preciosas; Ray Charles y James Brown fundieron el júbilo del gospel con la sensualidad del blues; Chuck Berry liberó la anarquía despojada de todo lo accesorio del rock and roll; Elvis Presley y los Beatles remozaron el rock para un enorme público blanco.
Para los jóvenes compositores estadounidenses que aguzaban el oído, las décadas de la Guerra Fría fueron, sobre todo, la época del bebop y el jazz moderno. Dizzy Gillespie, Charlie Parker, Thelonious Monk, Miles Davis, John Contrane y Charles Mingus rompieron los confines formales del swing e hicieron música de una libertad poliédrica y un cool imperturbable. En el cenit del bop, ristras eléctricas de notas restallaban sin cesar como cables de alta tensión después de caer sobre el pavimento mojado.
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