LITERATURA / Nick Hornby
NICK HORNBY
Juliet, Desnuda
Muchos conocerán a Nick Hornby por "Alta Fidelidad" (libro que ya compartí aquí en su día). Otra de sus grandes novelas (también llevada a la gran pantalla) es esta "Juliet, Desnuda", una obra divertida y conmovedora sobre rupturas y renacimientos, sobre el despertar de sentimientos dormidos.
El temperamento artístico es especialmente estéril si sólo es eso, si no va acompañado de un producto final. Debo confesar que sigo tan confuso como siempre en lo que se refiere al asunto de la compatibilidad. He trato de vivir con mujeres que comparten conmigo una sensibilidad similar, con consecuencias desastrosas fácilmente previsibles, pero la opción contraria parece tan falta de esperanza como ésta. Nos juntamos con las personas porque son afines o porque son diferentes, y al final nos separamos de ellas por las mismas razones.
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El problema de ir a ver actuar a grupos musicales era que mientras los veías no había mucho que hacer más que pensar, si eras arrastrado por una ola de frenesí visceral o intelectual; y Tucker estaba seguro de que la Chris Jones Band jamás sería capaz de hacer que la gente olvidara quiénes eran y cómo habían llegado a ser lo que eran, pese a sus sudorosos esfuerzos. La música mediocre y a todo volumen te encerraba en ti mismo, te hacía deambular de un lado a otro de la menta hasta que estabas completamente seguro de ser capaz de ver cómo podías acabar encontrando una salida. En los setenta y cinco minutos que pasó consigo mismo, se las arregló para volver a visitar casi todos los lugares en los que no habría deseado volver jamás.
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Cualquier relación -razonaba Annie- menguaba con la proximidad; uno no podía quedar mudo de admiración frente a alguien que sorbe té de los ferrocarriles británicos y miente sin vergüenza sobre su relación con su hija. En su caso le había llevado tres minutos pasar de la admiración apasionada y la especulación ensoñadora a la desaprobación nerviosa y fastidiosamente maternal. Y eso -le parecía- era una buena descripción de cómo se sentían en ocasiones algunas de sus amigas casadas. Se había casado con Tucker en algún punto entre su cuarto de hospital y el taxi.
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Si decides enamorarte de un norteamericano -un norteamericano con un hijo pequeño y un hogar en Norteamérica- que viene de visita un par de días, ¿cuánta mala suerte hay en el hecho de que se marche y te deje? ¿Alguien más sagaz que tú no lo habría visto venir? O vemos otro modo de abordar la cuestión: escribes en una página web anodina una reseña sobre cierto álbum de un artista que decidió recluirse hace más de veinte años. Dicho artista lee la reseña, se pone en contacto contigo y viene a visitarte. Es un hombre muy atractivo, y parece que tú también le atraes, y te acuestas con él. ¿Hay algún tipo de mala suerte en ello? O ¿alguien con una disposición más risueña no podría llegar a la conclusión de que en las últimas semanas habían tenido lugar unos diecisiete milagros independientes? Pues sí. Pero ella no tenía ninguna disposición risueña, así que mala suerte. Seguiría apegada a la idea de que era la mujer más desgraciada del planeta.
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Lo que sucedía con las canciones autobiográficas -se dio cuenta- era que, de alguna forma, tenías que hacer que el presente se convirtiera en pasado: tomabas un sentimiento de un amigo o de una mujer, por ejemplo, y tenías que hacer de él algo que ya había sucedido, a finde poder mostrarte categórico al respecto. Tenías que ponerlo en una vitrina y contemplarlo y pensar en ello hasta que revelara su significado, y eso es lo que Tucker había hecho con casi todos los seres que había conocido o desposado o engendrado. Lo cierto de la vida era que nada terminaba nunca hasta que morías, e incluso entonces dejabas un buen montón de tramas sin resolver a tus espaldas.
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