LITERATURA / Gonzalo Torrente Ballester
GONZALO TORRENTE BALLESTER
Don Juan
Gonzalo Torrente Ballester (El Ferrol, 1910) revista el viejo mito español del "Don Juan", en una versión más intelectual de este personaje eterno del que tanto se ha escrito y se escribirá. Ballester nos lleva a los orígenes del donjuanismo, desviándolo de su vertiente más romántica, enfrentando a don Juan con su verdadero enemigo: Dios.
- ¿Estuvo alguna vez enamorado?
- Sí.
- ¿Y es así como empieza?
- Es uno de los modos de empezar.
- ¿Es un modo corriente, o más bien extraordinario?
- Es el modo como se enamora todo el mundo.
Por ejemplo, yo mismo; desde hacía unos minutos, desde que Sonja se había levantado, desde que sus palabras -cada vez menos abstractas- parecían pertenecerle enteramente, como la risa o el llanto, y no ser la traducción estricta de sus excogitaciones, desde aquel momento yo me sentía conmovido y turbado, y empezaba a enamorarme.
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El llegó al mediodía, me dijo "¡Hola!", y se puso a tocar el piano. Me senté a escucharle. No dijo una sola palabra, sino que tocaba, tocaba y yo me sentía envuelta por la música. Era una música táctil, penetrante. ¡Oh! Era una música vulgar y archiconocida, pero yo sentía así. Sentía sus ondas largas y vibrantes tocar mi cuerpo y envolverlo, entrar en él y encender algo dentro de mí, algo que empezó a arder, a quemarse, a tirar de mi ser quieto hacia un fuego oscuro. Mi alma estaba traspasada de túneles sombríos: yo entraba en ellos y los recorría empujada por la música, caminaba por ellos segura y ciega, ciegos los ojos y alumbrada la sangre, encendida la sangre; y era como si ascendiese hacia una cima cuya inmensa oscuridad me estremecía de espanto y me atraía; hacía un alto lugar situado dentro de mí en el que se confundía la dicha, la Eternidad y la Nada. Así ascendí, anhelante, dolorida, has que mis nervios dejaron de sentir y empezaron a vibrar como cuerdas de guitarra sollozante, hasta que yo misma, tocando ya la Nada con mis manos, era enteramente música y sollozo y estaba a punto de romperme en un acorde aniquilador. No pude más. Dejé de arder, dejé de oír la sangre, y lo que esperaba sin saberlo me recorrió como una ola de placer interminable. Fue mi primera experiencia sexual completa de mi vida, a la que asistía asombrada y anonadada, a la que me entregué como a un abismo.
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- Mi amo, hoy, es barroco por vocación; pero, en otro tiempo, fue irreprochablemente clásico. Ahora bien, las circunstancias cambian, y hoy se recrea en su virtuosismo. Es un artista que juega con sus facultades omnipotentes. ¿Ha visto usted alguna vez a un violinista que toque la "Sonata a Kreuzer" con una sola cuerda y obligue al pianista a acompañarle con una sola tecla? Ese es mi amo.
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- (...) Imagínate un sujeto cuyos instintos le llevasen al asesinato, o a la lujuria, o al robo, y que se empeñase en vivir como un santo de Dios. Su entelequia, como decís vosotros, consistiría en ser un perfecto bandido, o un perfecto fornicador, y, siéndolo, realizaría la fidelidad a sí mismo a que antes me refería; pero si tropieza en el camino con alguien que le diga: "Ahí está, hijo mío, la ley de Dios. Obedécela", y él se esfuerza por hacerlo, como ser está condenado a la imperfección, que es el más grande de los pecados.
- ¿Dicen eso los protestantes?
- Todavía no lo dicen, pero ya lo dirán. Y dirán asimismo que cada hombre lleva consigo su propia muerte, y que morirse de muerte distinta es falsificación, la más grande, por ser definitiva.
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- Si lo pregunta en serio, no puedo responderle.
- Le invito entonces a que le pregunte al joven de la barba rubia qué piensa de Dios. Le dirá que no existe. Entonces, yo me volveré a usted, y, con la mayor solemnidad, le convenceré de que Dios es una noción contradictoria.
- Tengo mis razones para creer.
- Como las tengo yo para creer en don Juan. Ni las de usted ni las mías resistirían el análisis; pero, a pesar de eso, las aceptamos. Y si el muchachito de la barba rubia las destruyese, seguiríamos creyendo sin ellas. Para usted, Dios es evidente; para mí, lo es don Juan. Reconozco que la fe de usted es más meritoria que la mía, porque usted nunca ha visto a Dios, y yo he estado desnuda en presencia de don Juan.
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Mariana, los ojos entornados y los labios entreabiertos, como si escuchase. Antes había estado activa, me había acariciado, y cada caricia me había despertado el cuerpo -los brazos, las manos y las mejillas-, como si hasta entonces hubiera dormido y las manos de Mariana lo levantasen de un sueño profundo; y yo había asistido estupefacto a mi propio despertar. Cada vibración era desconocida, y mi ser carnal también lo era. Tenía cuerpo y me servía para vivir. Tímidamente la había, a mi vez, acariciado, y el roce de mis dedos en su frente, en sus párpados, en su cuello, me iba revelando poco a poco la verdad de un cuerpo ajeno, suave, cálido, viviente. Todo lo que mis dedos descubrían era distinto y nuevo, atractivo y turbador. No era lo mismo una mujer tocada que una mujer vista; era otra cosa; no sé si hermosa o buena, o simplemente terrible. Al verla y sentirla, antes de haberse cegado mi conciencia, en el instante lúcido en que comprendí lo que buscaba en el cuerpo de Mariana, un relámpago de espanto me estremeció, porque nada de aquello había sido previsto, ni tampoco descrito a modo que la realidad entera del instante, con todo su terror, cupiera en las palabras.
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- ¿En qué casos, Leporello, queda eximido de toda obligación matrimonial el seductor de una doncella?
- En ninguno, si es un caballero. A no ser que...
- ¿A no ser qué?
- A no ser que esté casado. Pero, en tal caso, el pecado es mayor, porque adultera.
- ¿Te parece que el adulterio es deshonor para el adúltero?
- En toda tierra de garbanzos, mi amo, el deshonrado es el marido. O el padre, si ella es soltera.
- ¿Lo encuentras justo?
- En eso no me meto. Las cosas son así.
- Así las hizo el diablo.
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