LITERATURA / Philip Roth

PHILIP ROTH
La Conjura Contra América



Con “La Conjura Contra América”, el ganador del Pulitzer Philip Roth consiguió encandilar a la crítica. Esta novela, cuyas páginas gravitan sobre las elecciones presidenciales de 1940 entre Charles A. Lindebergh y Franklin Roosevelt, nos relata, desde el punto de vista de Roth, lo que sucedió en la Norteamérica de la época, centrándose en una familia judía de Newark que temía por su futuro. 

Había algo en el decoro intrínseco del discurso que, por extraño que fuese, no solo calmaba nuestra inquietud, sino que también otorgaba a nuestra familia una importancia histórica, al mezclar expertamente nuestras vidas con la suya, así como la de toda la nación, cuando se dirigía a nosotros en la sala de estar llamándonos “conciudadanos”. Que los norteamericanos pudieran elegir a Lindbergh, que los norteamericanos pudieran elegir a cualquiera en lugar del presidente que había estado al frente durante los dos mandatos y cuya voz bastaba para expresar superioridad sobre el tumulto de los asuntos humanos… en fin, eso era impensable, y desde luego lo era para un norteamericano tan pequeño como yo, que nunca había conocido otra voz presidencial. 
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Por supuesto, el señor Mawhinney era cristiano, miembro inveterado de la abrumadora mayoría que hizo la Revolución y fundó la nación y consiguió la naturaleza salvaje y subyugó a los indios y esclavizó a los negros y emancipó a los negros y segregó a los negros, uno más entre los millones de buenos, limpios, trabajadores cristianos que se establecieron en la frontera, cultivaron los campos, construyeron las ciudades, gobernaron los estados, se sentaron en el Congreso, ocuparon la Casa Blanca, amasaron la riqueza, poseyeron la tierra y las acerías y los clubes de béisbol y los ferrocarriles y los bancos, que incluso poseían y supervisaban el lenguaje, uno de aquellos invulnerables nórdicos y anglosajones protestantes que dirigían Norteamérica y siempre la dirigirían, generales, dignatarios, magnates, los hombres que daban las órdenes y tenían la última palabra y leían la cartilla cuando les parecía, mientras que mi padre, claro, no era más que un judío. 

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Una multitud de cascos, uniformes, armas, edificios, puertos, playas, flora, fauna, rostros humanos de todas las razas, pero por lo demás el mimo infierno una y otra vez, el mal insuperable de cuyos horrores Estados Unidos, entre todas las grandes naciones, era la única que se libraba. Una imagen tras otra de sufrimiento sin fin: el estallido de los morteros, los soldados de infantería corriendo encorvados, marines con los fusiles alzados vadeando hacia la orilla, aeroplanos que dejaban caer bombas, aeroplanos que estallaban y caían a tierra trazando espirales, las fosas comunes, los capellanes arrodillados, las cruces improvisadas, los barcos que se hundían, los marineros que se ahogaban, el mar en llamas, los puentes destrozados, el bombardeo de los tanques, los hospitales tomados como blanco y destruidos, columnas de fuego alzándose de los tanques de petróleo bombardeados, prisioneros acorralados en un mar de barro, camillas que transportaban torsos vivientes, civiles pasados a bayoneta, bebés muertos, cuerpos decapitados de los que brotaba sangre burbujeante….
Y después la Casa Blanca. Un crepúsculo de primavera. La oscuridad que iba cubriendo la extensión de césped. Arbustos en flor. Árboles en flor. Limusinas conducidas por chóferes uniformados, de las que bajaban personas vestidas de etiqueta. Desde el vestíbulo de mármol más allá de las puertas abiertas del pórtico, un cuarteto de cuerda tocando la canción de mayor éxito el año pasado, “Intermezzo”, versión popularizada de un tema de Tristán E Isolda, de Wagner. Sonrisas amables. Risa discreta. El delgado, amado y apuesto presidente. A su lado, la poetisa de talento, atrevida aviadora y decorosa dama de sociedad que es la madre de su hijo asesinado. El locuaz invitado de honor, de cabello plateado. La elegante esposa nazi con su largo vestido de satén. Palabras de bienvenida, observaciones ingeniosas, y el galán del Viejo Mundo, macerado en el teatro de la corte regia y con un aspecto espléndido enfundado en sus prendas de gala, besando encantadoramente la mano de la primera dama. 

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