LITERATURA / Jennifer Egan

JENNIFER EGAN
El tiempo es un canalla


Jennifer Egan consiguió el Pulitzer en 2011 gracias a esta novela llena de música y de personajes interesantes, cuyas historias se van cruzando en el tiempo (ya sabéis, tipo "Crash" de Paul Haggis o la trilogía sobre la muerte de Alejandro González Iñárritu). Cada capítulo se centra en un personaje diferente y eso hace que el libro tenga muchas caras, y también hay que decirlo, algunos altibajos que no desmerecen un libro que se entra bien. 
Sasha se apoyó en la bañera, junto a él, y tomó un sorbito de grapa. Sabía a Xanax. Estaba intentando recordar la edad que constaba en el perfil de Alex. Diría que eran veintiocho, aunque parecía más joven, incluso mucho más joven. Intentó ver su apartamento tal como debía de verlo él: un fogonazo de color local que se desvanecería casi al instante en la vorágine de aventuras que todo el mundo vive al llegar por primera vez a Nueva York. A Sasha le daba un poco de rabia pensar que iba a convertirse en un destello en la bruma de recuerdos que Alex intentaría organizar al cabo de uno o dos años. ¿Dónde estaba aquel piso de la bañera? ¿Quién era aquella chica?
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A veces Bennie ni siquiera lamentaba su desaparición: casi era un alivio no experimentar el deseo constante de follarse a alguien. El mundo era sin duda un lugar mucho más tranquilo sin la semierección que había sido su compañera constante desde los trece años, pero ¿quería Bennie vivir en ese mundo? Sorbió el café y echó un vistazo fugaz a los pechos de Sasha, que se habían convertido en la prueba de fuego con la que calibraba su mejoría. 

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He aquí cómo empezó: yo estaba sentado en un banco de Tompkins Square Park, leyendo un ejemplar de Spin que había mangado de Hudson News, observando como las hembras del East Village cruzaban el parque de camino a sus casas tras una jornada de trabajo y preguntándome (como hacía a menudo) cómo se lo habría montado mi exmujer para llenar Nueva York de cientos de mujeres que no se le parecían en nada y que, sin embargo, me la recordaban. 

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A la mañana siguiente Ted se levantó y cogió un taxi al Museo Nazionale, frío, lleno de ecos y vacía de turistas a pesar de que era primavera. Paseó por entre los bustos polvorientos de Adriano y de los diversos césares, y ante la presencia de tanto mármol experimentó una agitación física próxima al erotismo. Percibió la proximidad del Orfeo y Eurídice antes incluso de verlo, notó su peso frío al otro lado de la sala, pero postergó al máximo el momento de enfrentarse a él, y rememoró los acontecimientos que habían precedido al momento que describía (...) Percibió entre los dos amantes una comprensión demasiado profunda como para ser expresada: la inefable conciencia de que todo está perdido.
Contempló el relieve, paralizado, durante treinta minutos. Se alejó y regresó. Salió de la sala y volvió a entrar. Cada vez, aquella sensación lo estaba esperando: una emoción fibrilante que no sentía desde hacía años como respuesta a una obra de arte, acentuada por una emoción aún mayor de que todavía le fuera posible experimentar esa emoción. 

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