LITERATURA / J. R. Ackerley

J. R. ACKERLEY
Mi perra Tulip


El escritor británico J. R. Ackerley no era precisamente un amante de los perros. Hasta que tuvo uno. Una. Tulip, a quien le dedica este libro. “Mi perra Tulip” nos ayuda a acercarnos un poco más a estos inmejorables animales de compañía sin caer en los clichés del género. Te gusten o no los perros, este no es precisamente un libro que te vaya a volar la cabeza.
Hay que agregar que Tulip es hermosa. La gente siempre quiere tocarla, cosa que ella no soporta. Tiene orejas altas y puntiagudas, como las orejas de Anubis. Ignoro cómo se las arregla para tenerlas todo el tiempo erguidas, como si estuvieran almidonadas, ya que, recubiertas con una fina capa de pelo color gris ratón, son frágiles y suaves; cuando se para de espaldas al sol y éste resplandece a través del tejido delicado, tienen el brillo de una concha rosada e incandescente. 
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- Pero no es difícil deducir el carácter de un perro por su cara. Tulip es una buena chica, lo he sabido desde un principio. El problema es usted. 
Me senté. 
- Explíquemelo -le dije.
- Bien, ella está enamorada de usted, eso es obvio. Y a causa de eso su vida está llena de preocupaciones. Para empezar, tiene que protegerlo: por eso se enoja cuando alguien se le acerca; me parece que es algo celosa, también. Pero para poder protegerlo, naturalmente, tiene que estar en libertad; por eso no le gusta que otros la toquen; teme que al sujetarla la priven de la libertad que necesita para cuidarlo. Diría que a eso se debe todo el escándalo. Lo hace pensando en usted. (...) Los perros no son difíciles de entender. Uno tiene que ponerse en su lugar.

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Lo único que podía reprocharle era su capacidad de esparcir la noticia de su condición al rociar los escalones en su camino dentro y fuera de la casa (un truco que noté esta vez demasiado tarde para prevenirlo), lo cual naturalmente atrajo a todos los perros del vecindario en un abrir y cerrar de ojos, que se instalaron, esperanzados, alrededor del edificio durante el resto del período de celo. De haber sido un ser racional, esto se hubiera tomado como prueba de miopía de su parte, ya que sus caminatas, que ella apreciaba incluso ahora más que cualquier otra cosa, sufrieron en adelante un acoso semejante al de una estrella de cine u otra celebridad popular al intentar abandonar el Hotel Savoy sin ser advertida por los periodistas. 

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Pero no es posible estafar a la naturaleza, no hay modo de engañarla, de sobornarla, de engatusarla o quitarla del camino. Todavía tengo que volver y, por más que quiera esquivar el bulto, sé que al atardecer voy a encontrarme con una criatura en llamas, ardiendo de deseo. "Ardor" es la palabra apropiada: sin necesidad de tocarla es posible sentir contra la mano la fervorosa radiación de su vientre. Allí se ha encendido una hoguera, y ningún placer sustituto podrá distraer, ningún paliativo mitigar, ningún ejercicio agotar, ningún fresco arroyo saciar la absorbente necesidad de su cuerpo por mucho tiempo. La esclaviza. La posee. 

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Al encontrar los bondadosos, preocupados ojos castaños que a menudo me estudiaban, vacilantes, a mí y a mi mano cordial, pude entender con claridad, quizás por primera vez vez, el ansia y la crispación a que están sujetas sus vidas, tan enredadas emocionalmente con el mundo de los hombres, cuyo cariño se esfuerzan todo el tiempo por alcanzar, cuya autoridad se espera que obedezcan sin cuestionamientos, y cuyas intenciones sólo pueden dilucidar o entender a medias. Amados estúpidamente, odiados estúpidamente, adquiridos sin antes pensarlo, criados y sometidos sin compresión, sentenciados a muerte o "dormidos" sin preocupación, acaso, me preguntaba, estos descendientes de las criaturas que, miles de años atrás en los bosques primaverales asediaron el corazón de un hombre, lo tomaron bajo su protección, trataron de engañarlo y fallaron, ¿acaso sufrían dolores de cabeza?

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