LITERATURA / Luis Sepúlveda
LUIS SEPÚLVEDA
Un Viejo Que Leía Novelas De Amor
Viajero errante desde muy joven, el chileno Luis Sepúlveda decidió que su profesión sería recorrer mundo y escribir. Su primer libro lo lanzó con veinte años. y desde entonces no dejó de hacerlo hasta su muerte. Entre sus muchas obras maravillosas está esta, "Un viejo que leía novelas de amor", un libro que más que leer, se devora, y en el que Sepúlveda nos lleva al corazón de la selva amazónica para hablarnos del amor y de la ignorancia del hombre blanco.
Lo que debía hacerse era lo acostumbrado con toda persona muerta en la selva, que por absurdas disposiciones jurídicas no podía ser olvidada en un claro de jungla: abrirle un buen tajo del cuello a la ingle, vaciarle el triperío y rellenar el cuerpo con sal. De esa manera llegaban presentables hasta el final del viaje. Pero, en este caso, se trataba de un condenado gringo y era necesario llevarlo entero, con los gusanos comiéndoselo por dentro, y al desembarcar no sería más que un pestilente saco de humores.
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Al dentista le gustaban las negras, primero porque eran capaces de decir palabras que levantaban a un boxeador noqueado, y, segundo, porque no sudaban en la cama.
Una tarde, mientras retozaba con Josefina, una esmeraldeña de piel tersa como cuero de tambor, vio un lote de libros ordenados encima de la cómoda.
- ¿Tú lees? -preguntó.
- Sí. Pero despacito -contestó la mujer.
- ¿Y cuáles son los libros que más te gustan?
- Las novelas de amor. (...)
A partir de aquella tarde Josefina alternó sus deberes de dama de compañía con los de crítico literario, y cada seis meses seleccionaba las dos novelas que, a su juicio, deparaban mayores sufrimientos, las mismas que leía Antonio José Bolívar Proaño en la soledad de sus choza frente al río Nangaritza.
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"El Rosario", de Florence Barclay, contenía amor, amor por todas partes. Los personajes sufrían y mezclaban la dicha con los padecimientos de una manera tan bella, que la lupa se le empañaba de lágrimas.
La maestra, no del todo conforme con sus preferencias de lector, le permitió llevarse el libro, y con él regresó a El Idilio para leerlo una y cien veces frente a la ventana, tal como se disponía a hacerlo ahora con las novelas que le trajera el dentista, libros que esperaban insinuantes y horizontales sobre la alta mesa, ajenos al vistazo desordenado a un pasado sobre el que Antonio José Bolívar Proaño prefería no pensar, dejando los pozos de la memoria abiertos para llenarlos con las dichas y los tormentos de amores más prolongados que el tiempo.
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