ARTÍCULO SOCIEDAD / Cine Y Humo

CINE Y HUMO

Hace unos meses abrieron en mi barrio un conjunto de cines: doce salas confortables y relucientes. El hecho alegra a todos y a muchos les sorprende lo que eso tiene de aventura comercial. El cine no está en auge, al menos el que se proyecta en las salas comerciales. Es triste ir al cine y encontrar la sala casi vacía. (...) Pensando en el cine, caigo en la cuenta de haber asistido, por azar histórico, a la casi totalidad de su ciclo. La vida es corta, pero algunos ciclos históricos lo son aún más. Sobre cine, podría aburrir a cualquiera con mis recuerdos. Contando, por ejemplo, que en muchos países se podía fumar en las salas. En Italia y en Inglaterra las butacas llevaban incorporado un cenicero, como ahora llevan un aro para depositar la lata de refresco o el recipiente de palomitas. En Nueva York se fumaba en algunos sectores de la sala: los laterales o el anfiteatro, con lo que se rebajaba al fumar, por el mero hecho de serlo, a una categoría inferior en el escalafón de los espectadores, relegándolo a la parte menos preciada del local, aunque se le permitiera seguir llenándolo de humo. 

Cuando me fui a vivir a Nueva York, a principios de la década de los setenta, ya había pasado la época de los grandes mitos cinematográficos, pero todavía no se hablaba de decadencia. En Broadway los grandes cines se intercalaban entre los grandes teatros. Al igual que ocurría con los teatros, las fachadas no eran gran cosa, salvo por las marquesinas ribeteadas de bombillas. Pero por dentro parecían catedrales. Algunos, para forzar el símil, tenían un órgano de verdad instalado en plena sala. Según me dijeron, tiempo atrás se tocaba el órgano en los entreactos. Yo nunca los oí sonar, pero ahí estaban. Para mi asombro, este decorado fastuoso contrastaba con el comportamiento de un público desinhibido y bullanguero, aparentemente desinteresado por lo que pasaba en la pantalla. En las capitales europeas, especialmente en París, los cines eran por lo general bastante cutres, pero los espectadores se comportaban como si estuvieran asistiendo a un ritual solemne. En América pasaba lo contrario (...) También en esto los cines se parecían a las catedrales tal como funcionaban en sus orígenes medievales: ciudades en miniatura, con sus calles y plazas presididas por ángeles y santos y ocupadas por una muchedumbre tan crédula como harapienta e incivil. Las catedrales eran la casa de Dios, pero las puertas estaban abiertas al pueblo pecador. (...) Ir al cine no era entrar en una catedral, sino ingresar en una orden religiosa. De todo esto, hoy no queda casi nada. Dios me libre de hacer diagnósticos y vaticinios. Las cosas pueden cambiar, aunque lo dudo. El lenguaje en el que nos comunicamos evoluciona y raramente vuelve atrás. Siempre quedan residuos testimoniales. Pero el imaginario colectivo beberá de otras fuentes. Atención al nuevo ciclo. Para poderlo contar. 

Eduardo Mendoza
Columnista en ICON

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